A la mañana siguiente en el comedor del trabajo, que era como el del colegio pero con gente más mayor, Paquito alababa con pasión y elaborada prosa las bondades del pollo asado.
Era un tipo interesante este Paquito. Un poco demasiado fascinado por lo escatológico para mi gusto, pero quién no lo está, en nuestros días. Yo mismo me acabo de grabar con el móvil orinando en el baño, por puro aburrimiento.
Al acabar su amena perorata, pude yo relatar lo que me había acontecido cuando de buena mañana había entrado en la sucursal bancaria donde me correspondía cobrar el cheque que tengo por sueldo, que es por cierto tan flaco como la hoja en la que está escrito. Me había levantado yo subidito de tono, dije, y me proponía seducir a la cajera para que deslizara algún que otro billete de más, o cuando menos una servilleta de bar de desayunos en la que hubiera garabateado su número de teléfono. Ah, la genitalidad –declamé- única prueba irrefutable de vida, faro de occidente contra el que toda nave naufraga, y a la sazón único clavo, por ardiente que sea, al que puede aferrarse el alma desorientada.
Al oír semejante testimonio mis compañeros no dudaron en recoger sus bandejas y levantarse. Y allí quedé yo terminando el pollo asado y mandando mensajitos a mis ex-compañeras de la facultad, queriendo rebañar en un instante lo que normalmente lleva largas horas de decepción y desencuentro. Pensé que quizá ya era hora de darme de alta en uno de esos putiferios de internet… El caso es que no pude relatar lo que finalmente pasó en el banco, y me quedé yo rumiándolo para mis adentros, al tiempo que masticaba la tierna e insípida carne de aquel pollo industrial.
Había entrado en la sucursal de buena mañana, aprovechando que mi precaria situación paralaboral no me compromete ni con la puntualidad ni con la eficiencia, ni de hecho con el desempeño de tarea alguna. El inusual madrugar había dibujado en mi rostro la debacle de una juventud que se marchita, pintando ojeras de negro carboncillo bajo mis ojos, amasando como arcilla fláccida la carne de mis mejillas y enronqueciendo mi voz. Es por esto que mi aspecto general era bastante patibulario, toda vez que había decidido calzarme, para variar, unas botas camperas que hacía ya tiempo no me ponía, de ésas de punta, con abigarrados bordados mejicanos y chorreras a los lados.
La cajera levantó la vista al oír el cadencioso paso que marcaban mis tacones flamencos, y abrió sobremanera los ojos alarmándose según su vista me recorría de pies a cabeza. Era una madurita nada desdeñable, aunque las gafas de cerca que lucía le daban un aire gepetesco que disolvía mi libidinoso ardor con la eficacia del bromuro. No me miró directamente a los ojos ni por un momento. Cuando le extendí el cheque y mi Documento Nacional de Identidad, los sometió a severo escrutinio.
Preguntó a su compañera, ignorando completamente mi presencia, que dónde estaba Jose Luis, y pareció desesperar cuando la otra le dijo que era su día libre. No tardé en colegir que el tal Jose Luis era el guardia jurado de la sucursal.
Esperé a que la cajera terminara sus trámites, que parecían alargarse más de lo habitual. Entonces me di cuenta de que esta señora no estaba consultando el ordenador, a pesar de lo que daba a entender su postura. Tenía los ojos girados de modo antinatural, y siguiendo la dirección de su clandestino mirar me topé con un cartel en el que figuraban los bustos de los delincuentes más peligrosos, entre los cuales estaba sin duda buscando mi retrato.
No pude por menos que protestar.
-Oiga, ésto es intolerable. Ya quisiera yo tener una nómina como Dios manda, y no tener que venir aquí cada mes a mendigar y someterme a su dictamen. Vengo aquí a por lo que es mío, no a que me apruebe como yerno.
En mi gesticular, sin ser consciente de lo que hacía, mostré mi pústula, e inmediatamente la cajera lanzó un grito de alarma y acurrucóse bajo el mostrador abrazada a su compañera. El resto de los clientes empezó a vociferar y a lanzarme folletos crediticios y ofertas hipotecarias, y me vi obligado a abandonar el local por miedo a la reacción de la airada multitud. Sólo más tarde caí en la cuenta de que allá habían quedado mi cheque y mi carné de identidad.
Me terminé el pollo y mientras comía una macedonia de frutas demasiado almibarada para mi gusto, pensé que algo tendría que hacer al respecto. Pero el sopor que sigue a la comida me calmó toda inquietud o preocupación, y conduje de vuelta a casa sin darle mayor importancia.
Debido a mi peculiar horario no había más coche que yo en la carretera cuando, en la salida de la M-40 que conecta con la calle Ventisquero de la Condesa, me encontré con una escuálida y negruzca mujer que cruzaba la carretera saltando medianas. Frené alarmado, pues los peatones sólo cruzan con tanta seguridad si hay un semáforo que les dé la razón. Caí enseguida en la cuenta de que ella no tenía preferencia de paso ninguna, y que a pesar de su abotargamiento había visto que me acercaba peligrosamente rápido. Se quedó parada en el arcén, y al pasar a su lado pude verla, un esqueleto sucio y moreno, grotescamente bien vestido, traje de noche a las cuatro de la tarde, rostro como de momia peruana, la boca costrosa y pintada, los ojos arrugados y hundidos. Dijo algo, creo que le gustó la música que salía de mis ventanillas bajadas.
Seguí mi camino sintiéndome muy sucio, la misma sensación que tenía cada día al ver la paloma atropellada que hay en la M-30 en sentido norte, que tiene ya el cuerpo plano, fundido con el asfalto, y el resto de un ala apuntando hacia el cielo. O el gato dividido en dos que hay en la incorporación a la M-607, desteñido también por el polvo y el humo de los tubos de escape, sobre el que pasaba cada día mi coche y el de mil personas más. Preguntéme si un camino cuyos lindes estuvieran sembrados de cadáveres podía ser realmente el buen camino.