jueves, 21 de febrero de 2008

Abón llama

Un absurdo abón en el brazo a la altura de la vena hace que, desde siempre, todo el mundo se piense que me meto picos. Y no me los meto. Es sólo un grano, y ya sé que si no me lo tocara desaparecería, pero no lo puedo evitar.

Todavía me acuerdo de la primera vez que lo ví.

Me desperté de golpe, con un dolor agudo y ácido en el punto exacto del brazo en el que ahora tengo el abón. Es un despertar horroroso, os lo aseguro, abrir los ojos vestido, tumbado sobre tu cama hecha, para ver un grueso y aerodinámico mosquito repostando en la vena de tu brazo. De sopetón paff, el mosquito descoyuntado, las patas ridículamente quebradas como ramas, asomando por encima del cuerpecito atropellado. Una gruesa gota de sangre se había roto en su lugar, sangre roja, MI sangre roja.

Corrí al baño a limpiarme, y pulcramente envolví el cadáver del insecto en un burruño de papel higiénico para darle marinera sepultura al tirar de la cadena. Ya entonces palpitaba el abón, grueso, hinchado y enrojecido, con un orificio en el medio que ya nunca cicatrizaría, y que daría pábulo a todos los infundios y rumores que circulan sobre mi persona.

Quizá si entonces me hubiera aplicado algún emplasto bálsamo que sofocara mis picores, ahora no arrastraría esta lacra. Pero no lo hice pues apenas entré en el salón vi sobre la mesa una receta y treinta euros y una hoja de cuaderno arrancada, sobre cuya cuadrícula un boli azul había escrito:

“MIRA A VER SI ME PUEDES HACER EL FAVOR DE IR A BUSCARME ÉSTO A LA FARMACIA, QUE YO HOY VOY A TENER MUCHO LIO Y NO VOY A PODER, ES POR LO DE LA CISTITIS Y YO NO SÉ SI AGUANTO OTRA NOCHE ASÍ. GRACIAS”

No tenía yo cosa mejor que hacer así que en éstas me ví, bajando las escaleras y rascándome el abón para mitigar esa primera comezón, ahora ya tan familiar para mí que no entendería la vida sin ella.

Mi sorpresa fue naturalmente mayúscula cuando al solicitar el medicamento la farmacéutica fingió ir a buscarlo a la rebotica, sin darse cuenta de que la acústica del establecimiento no impedía que yo oyera la conversación que entonces mantuvo con su jefa, en la que describió con especial riqueza y profusión de detalles el asco primigenio que mi pústula le había provocado.

¿Pústula? preguntéme para mi coleto.

Al volver la farmacéutica pareja noté cómo sus miradas furtivas fotografiaban mentalmente mi abón, sin atreverse a permanecer fijas, escondida la sospecha detrás de una precaria y mal apuntalada sonrisa de cortesía.

-¿Qué quería, joven?

Halagóme lo de joven.

-Esta medecina que aquí figura y ha de hacer mucho bien a una persona que necesita della.

La boticaria mayor, una especie de Concha Cueto revenida, cuchicheó con su réplica menor. Esta fámula dirigíame miradas breves y temerosas, como si fuera a adivinar lo que era evidente, esto es, que sospechaban de mi abón creyéndolo orificio de yonki, esfínter por el que los “junks” se administran mortíferas sustancias.

Resolvieron al fin darme la medicina, que no contenía psicótropo alguno ni por tanto riesgo para sus conciencias. Pero ya me fui jodido.

Esa tarde resultó ser, sin que yo lo supiera, 21 de Junio de dos mil siete. Que sumados todos sus números dan 2 + 1 + 6 + 2 + 0 + 0 + 7 = 19, número que no me dice nada, aunque mañana miraré en internet. Consultaré ese nuevo oráculo de Delfos que sin duda me proporcionará enigmáticas pistas que me permitirán adscribirle a ésta o cualquier cosa un significado que nunca existió, pero qué se le va a hacer, no otra manera hay de que el ser humano pase el rato.

En cualquier caso nadie me negará, puesto que es del dominio público y por todos aceptado, que el 21 de Junio es indefectiblemente solsticio de verano y día más largo del año a la sazón. Esto ya de por sí podría haberme hecho temer los estupefacientes sucesos que se darían a partir de entonces, pues nada hay más antinatural que un día que nunca se acabe.

Y no se acababa el muy ladino. Y daba reparo irse a casa siendo de día. Toda la tarde llevábamos ahí, la mesa repleta de tercios y otras medidas de cerveza, repudiando toda forma de vida sobre la tierra (excepto la del cangrejo violinista) hasta que ya no hubo forma humana de seguir manteniendo la compostura y nos vimos obligados a retirarnos a nuestros respectivos hogares.

El otro que estaba que no era yo era Hunter, que no se llamaba Hunter porque no es éste nombre español, pero se hacía llamar así en honor de un escritorzuelo de Kentucky que cultivaba la novela rosa. Hunter S. Toshiba o no sé qué…

Cómo fue que nos despedimos, no me acuerdo. Aunque al rato andaba yo llamando a algún amigo que vivía cerca, por ver si tomaba algo, y sí, lo tomaba, pero con tan poca gracia que fui yo quien se retractó y decidió retirarse. Puesto a acabar con las llamadas pendientes, recordé que esa mañana había colgado a mi sancta mater so pretexto de estar en una imaginaria reunión de negocios (aunque nunca he asistido a evento semejante) así que la llamé para aplacar su freudiana hambre de hijo perdido y de paso quedar excusado de mis deberes filiales por un par de semanas más. Andaba yo por esa época no queriendo saber nada de mis raíces, pues creía fervientemente que lo que me tocaba era florecer, ignorante, ay de mí, de que en realidad ya estaba maduro y que sólo me faltaba pocharme y caer del árbol.

Resultó estar en una cena con unas amigas suyas de la juventud. Yo ya conocía esa cena anual, no en vano me crié en su casa. Tres amigas ya cincuentonas, conocidas desde la veintena, se juntaban para mantenerse al tanto y maravillarse del tránsito vital. Nada atractivo para un joven vagamente apuesto como yo, naturalmente, y mucho menos estando involucrada mi sancta mater. Pero una de las tres era psicóloga de profesión y por afición me había tratado cuando lo mío de la cabeza. No sé cómo acabé hablando con ella tantos años después. Y lo que dije no puedo reproducirlo en público, por respeto a su marido naturalmente, pero quedó pendiente una llamada de teléfono que aún espero.

Volví a casa y me puse música de los cincuenta. Ese primer rock and roll burdamente arrebatado a los esclavos negros americanos, ese fuego vital que descubrieron los ociosos adolescentes blancos y les llevó a fornicar y emborracharse y soñar con una vida distinta a la Vida, feliz e irresponsable. Un misterio que parecía estar en el origen del enfoque equivocado que nuestros padres le dieron a la civilización, enfoque conforme al cual nos criaron, enfoque que nosotros pervertimos y que ahora nos conduce inevitablemente al colapso global.

Hunter me llamó advirtiéndome que me abstuviera de visitarle esa noche (como habíamos convenido) pues había vuelto su familia del viaje que les había apartado de la lujosa mansión de los Cayos de Aravaca que era su hogar y prisión.