Recordaré siempre el día que me ingresaron. Me habían puesto un mono naranja, esposas en las manos y los pies, unidas entre sí por una cadenita de plata mucho más resistente de lo que a simple vista pudiera parecer. Me hicieron caminar por un patio, del que entonces no pude ver nada porque llevaba varios meses sin ver la luz del sol y nada más salir del furgón miré hacia el cielo, sin querer, y estaba todo blanco y hecho de agujas y filamentos de luz que me abrasaron los ojos y creí me quedaría ciego para siempre.
Tardé un tiempo en aprender que allí nadie bebía agua, por las infecciones, que si tenías sed le pegabas un buche al botijo de licor de patata que cultivaban en la sala de calderas. Ya el primer día me obligaron a salir al patio, pero todavía era incapaz de ver lo que había a mi alrededor, así que me senté en una repisa y me palpé las manos con mucho cuidado, asegurándome de tener todos los dedos en su lugar. Seguían allí, seguía entero. Seguía siendo yo.
A mi lado, dos o tres reclusos estaban haciendo pesas o algo, se aconsejaban entre sí acerca del modo en que llevaban a cabo sus ejercicios, uno de ellos dijo que el otro tenía las costillas atascadas, y se puso a chuparlas, chupó cada una de sus costillas hueso por hueso, como en una barbacoa, desengrasándole para mayor alivio de este que se ejercitaba. Por el sonido de sus voces y sus movimientos pude deducir que eran tipos rocosos, de cabeza afeitada, tatuados, cubierta la piel con pedazos de azulejo, como un mosaico, y con escarabajos vivos engarzados en la carne, a modo de ornamento.
Cuando poco a poco fui recobrando la vista pude ver que sus artefactos gimnásticos eran obras de ingeniería rudimentarias pero ciertamente enrevesadas. En una de ellas un tipo tumbado boca arriba pedaleaba para accionar un serrucho que iba cortando tramos de un tronco, de forma que los tocones iban apilándose sobre sus manos, y así las flexiones que hacía con los brazos le costaban cada vez más. Otra máquina consistía en un juego de cadenas: con el brazo derecho se tiraba de un extremo que, poleas mediante, era tirado a su vez por un pedal que empujaba con la pierna izquierda en sentido contrario. Naturalmente, si se hacía bien, el cuerpo no se movía en absoluto, pero se ejercitaba intensamente.
En fin, toda clase de ingenios estúpidos. Había un montón de gente allí, y todos tenían este físico y actitud de buey de carga, a la larga no podían evitar medir sus fuerzas, embestirse y chocar las cornamentas en combates cuerpo a cuerpo. Ví muchas peleas brutales, peleas de sombras, sobre todo, en las que los dos púgiles mantenían una distancia de varios metros, siempre de manera que las sombras que proyectaban en el muro estuvieran cara a cara. Para que el combate fuera igualado, los púgiles eran de distinto tamaño, y el menor se situaba más cerca del foco. Estas peleas eran a muerte, y numerosas sombras fallecieron o entraron en coma, dejando a su dueño huérfano y traslúcido. Para que nadie hiciera trampas acercándose súbitamente al foco y aumentando así el tamaño de su sombra, los púgiles combatían sobre unas barras de equilibrio perpendiculares al haz de luz, y separadas entre sí cuanto fuera necesario para que ambas sombras fueran siempre del mismo tamaño.
Había trabajos forzados en el penal, a fin de mantener ocupados a los reclusos y evitar que pasaran el día matándose las sombras entre sí. Básicamente estos trabajos consistían en trasladar las diferentes alas del penal de un sitio a otro, ladrillo a ladrillo, de modo que la prisión iba cambiando de forma con el paso de los meses. Nunca crecía, no había más material de construcción que el que ya formaba parte del edificio, así que sólo se podía disponerlo de una forma distinta y cambiante.
La biblioteca, por ejemplo, donde me pusieron a trabajar mis primeros siete años, se ha llevado varias veces de la azotea al sótano, y se la ha hecho rotar alrededor del centro, siguiendo uno por uno todos los puntos cardinales. A su vez, todos los libros se ordenaban periódicamente por autor, título, fecha de publicación, género, o agrupándose las primeras páginas de cada libro en una estantería, en otra las segundas, etc. El caso es mantener siempre el movimiento, o mejor dicho, la permutación de los mismo elementos. Se supone que el alcaide sigue un plan, que utiliza la prisión entera para escribir una secuencia muy larga de caracteres, pero que se sepa este plan no ha dado nunca frutos.
También pasé una temporada en la cocina, donde se han aplicado principios parecidos. Se ha cocido una olla llena de perolas, platos, vasos y cubiertos, sobre una montaña de garbanzos ardiendo. Se han guisado sartenes y fabricado hornos rudimentarios en el interior de un cochino destripado. Se han fregado, aclarado y secado filetes para su posterior consumo. Se ha frito el excremento producido tras la ingesta de verduras crudas, para ser arrojado después al inodoro. Se han hecho guisos en retretes, vertiendo los ingredientes en la taza para después guardar en el congelador los excrementos resultantes de su ingesta. Se ha logrado rellenar verduras con pollos enteros, para Navidad se logró una vez freír setenta y dos huevos en un único huevo frito de setenta y dos yemas, también se han hecho sopas de un solo y larguísimo fideo, plagado de burbujas de caldo, y se ha conseguido dar de comer a todo el penal con un solo spaghetto de mil trescientos veintitrés metros de longitud. En fin, se han hecho muchas cosas.
Pero no todo es alegría en el penal. La falta de mujeres, pero sobre todo el aburrimiento, ha forzado a los hombres a llevar sus experimentos al extremo. Sí, se recurre a la homosexualidad. Y sí, los elementos situados en lo alto de la jerarquía abusan de cualquiera que les apetezca. Especialmente de los novatos.
La primera noche, por ejemplo, me llevaron ante un individuo bastante bien situado en el escalafón del penal, el cual pretendió obligarme a practicar la felación, junto con otros tres infelices también recién llegados. Habrían de ser cuatro los sometidos, ya que el abusador hacía tiempo que se había cortado el miembro en doble sección longitudinal, de modo que exhibía impúdico un otrora pene que ahora parecía más bien una estrella de mar de cuatro puntas. Como me contó detalladamente, había cauterizado los lados internos, y el esperma le brotaba directamente de la raíz, como una supuración, al no tener ya cañón alguno que le diera a su iaculatio dirección en la que proyectarse.
Pretendía este sujeto ser felado por cuatro individuos al mismo tiempo, y así hubiera sido, de no haber hecho yo farragoso nudo con estos cuatro extremos. Así fue como me gané el odio mortal de este individuo y su pequeña claque, a la vez que el respeto de los demás reclusos.
Durante los primeros cinco años esta banda anduvo jodiéndome en mayor o menor grado, pero logré deshacerme de ellos con el tiempo, y ahora nadie me molesta demasiado. No recuerdo muy bien cuánta condena me queda, y lo cierto es que, aunque me repugne confesarlo, ya me he acostumbrado a esta mierda, y me molestaría mucho tener que irme de aquí, tener que salir a la calle y buscar trabajo y todo eso.