Me pesa sobremanera reconocerlo, puesto que en trabajando sentía perder cada uno de mis minutos, cual gusano espachurrado por ocioso pulgar, y fantaseaba imaginando que, de ser yo libre y dueño de cada una de mis horas, habría de aprovecharlas mucho más. Pero el desempleo es harto parecido al trabajo de oficina, uno se sienta delante de su ordenador y hace el memo ratón en mano hasta que cae la noche. Como digo la diferencia es que ahora lo hago solo y en mi propio hogar, es por esto que a cierta hora cualquier rincón de mi casa me resulta hostil y salgo a la calle, a ser posible habiendo contactado antes con alguna de mis amistades.
Alguna de éstas mis amistades me llevó a un pseudoevento, técnicamente era la inauguración de una incipiente sala de teatro, pero lo que allí se cocía era la borrachera de unas cuantas decenas de personas, y poco más. Hubo, eso sí, una performancé, un pretendido híbrido entre pintura y música que resultó un tanto inconexo, un tanto indigente si hay que hacer honor a la verdad. Un tipo pintaba con tiza en una enorme pizarra negra sita en el escenario, al tiempo que otro individuo de aspecto sospechoso improvisaba con una batería. En contra de lo esperable, no había relación entre ambas actividades, y sí mucho calor, de modo que en seguida me ví sudando lo suficiente como para poder ausentarme aduciendo asfixia.
Debo ser justo, la experiencia no fue enteramente anodina. Es cierto que al ver dibujar al primer tipo no paraba de recordar esos garabatos que hace uno en los márgenes de la hoja, cuando se ve obligado a leer sin que medie interés alguno, y es verdad también que el presunto percusionista intercalaba sus espasmódicos golpes de baqueta o macillo con pitadas de un reclamo para patos que sostenía entre los labios, pero algo, creo que el silencio general, invitaba a divagar, a pensar en cualquier otra cosa. A fijarse en los hombros desnudos de la hilera de féminas que delante de mí se obligaban a observar el espectáculo y sacar algo en claro de él. Desde mi posición, y si se trataba de comparar creaciones, era imposible no decantarse por el acabado perfecto de los hombros de la hembra humana viva. Además, a los pocos minutos empecé a echar de menos en el público una actitud algo más crítica y participativa. La gracia del asunto hubiera sido haber vociferado todos, como se hace en los estadios y circos, indicando cómo hacer, o mejor dicho cómo no hacer el siguiente trazo.
-¡Ahí, ahí! ¡Así está perfecto!En fin, en un momento dado alguien decidió que había que aplaudir, y sin duda fue una gran idea poner fin a aquel dislate. La rifa, en cambio, fue mucho mejor. Más natural, más fluida, no nos engañemos, este país tiene mucha más tradición de rifa, es un formato que se adapta mejor a un público de borrachos, incapaz de seguir la más sencilla trama y propenso a chillar a la oreja de su vecino frases que no tienen relación con lo que acontece en el escenario. Pues el caso es que me tocó, la rifa, pero mandé a recogerla porque yo no quería tener nada que ver con aquello, y al final el premio se lo quedó alguien por el camino.
-¿Ves? Ya la ha cagado.
-Pero ¿se supone que va a llenar toda la pizarra?
-Hace calor aquí…
Luego, y para cerrar después de un breve y perruno olisquear de las fuerzas del orden, una de las organizadoras hizo play-back en el portal. Y admito el neologismo porque si digo que hizo pantomima, que gesticuló y puso morritos al ritmo de la coplilla que procedía de un transistor sostenido por una de sus compinches, si digo eso no me lo entienden. Pero lo importante no fueron sus aspavientos de eufórico histrión, sino sus pestañas, unas pestañas postizas largas y pesadas, erizada de garfios curvos como luna casi nueva, como daga moruna, de brillo metálico también, a juego con el relucir herrumbroso de su sonriente ortodoncia. Eso era lo importante, tenía pestañas postizas, pestañas con ortodoncia.
No, no es importante, lo sé, pero aún menos lo fue el churretoso kebab que consumí después, o el despiste comunal por el que me quedé solo, en busca de un bar con nombre de borracho escritor, no sé, tenía curiosidad, debí suponer a tiempo que un reclamo tan fácil sólo atraería a los idiotas, pero si no lo supuse, enseguida lo pude constatar. Pero ya digo que tampoco esto es importante, ni cómo tuve que decirle al taxista que me dejara unos cientos de metros antes de lo debido porque no me llegaba el dinero así juntara toda la calderilla, ni cómo apuré delante del ordenador la colilla de un peta que hábilmente había robado al principio de la noche, en uno de mis arrebatos de cleptomanía oportunista.
Lo importante es que al tumbarme en la cama la eché de menos, eché de menos que estuviera allí. No sé. Si no es amor eso, echarla de menos cada vez que me tumbo en la cama, añorarla cada vez que yazco en el sofá con la tripa llena, o cada vez que me masturbo, la verdad, no sé qué es.