Ya tenía pensado liarla, cuando llegara la hora aciaga en que me tocara visitar la Oficina de Amparo y Caridades, cuando me tocara acudir casi de madrugada, en faltando aún varias horas para que la oficina abriese, y me encontrara así y todo con una larga cola como de rata, toda hecha de gentes desahuciadas. Pensé que no me sería difícil reclutar allí muy nutridas huestes a las que acaudillar y a cuyo mando dirigirme río arriba, para instalarme en plena naturaleza y hacer de mí todo un Coronel Kurtz.
El primer inconveniente es que ninguno de estos sujetos parecía apto para formar una milicia. Me extrañó la abundancia de personajes grotescos en aquella cola, aquella cola de madrugada, el único rato de frescor que he pasado en todo el día. Grotescos, sí, pero lo que es peor: aborregados. Concluí que jamás podría desplegar mis artes de fino estratega si había de movilizar aquel desfile de caras largas y ojos rebosantes de drama. Cabizbajos, arrastraban los pies cada vez que la cola avanzaba siquiera fuese medio metro, con la pesadez y desazón de un condenado a garrote vil. He de confesar que me vi defraudado al constatar que jamás haría carrera militar de ninguno de ellos, que entre todos no juntaban ni una sola pizca de ardor guerrero, que su moral estaba carcomida y se deshacía con el mero soplar del aire, en fin, que aquella Santa Compaña no sería capaz ni de espantarse las moscas que les rondaban la frente, ni hablemos ya de combatir a mis enemigos.
Arrojé lejos de mí por tanto el cajón de fruta que transportaba, y que me hubiera servido de improvisado púlpito desde el que proferir la más enardecedora arenga. Hubiera sido un desperdicio de saliva, talento y energías, ante aquella caterva de borregos adocenados a los que sólo faltaba mugir, y que no protestaban ni cuando algún avispado hacía caso omiso de la cola y se sentaba como si tal cosa ante la misma puerta de la Oficina de Amparo y Caridades.
Tuve que aguantar los lamentos de un bizco entrado en años que al parecer había perdido su establecimiento después de cuarenta y dos años y ahora trataba de buscarse la vida como asalariado. Temí que fueran todos a desahogarse allí mismo y contar uno por uno sus miserias, pero por suerte nadie hizo caso del dichoso bizco, quien pronto calló y bajó la cabeza para sumergir el rostro en el fango de su desgracia. ¿Podría aquél tipo ya no diseñar y construir sino tan sólo empuñar un arma? ¿Podría blandirla con brío y energías para atracar una bancaria sucursal? Lo dudé mucho, y me abstuve por tanto de proponérselo. Tenía en la mirada ese aire del exconvicto que tras cuarenta y dos años de condena sale por fin a la calle para sentirse extranjero y cometer el primer delito que le salga al paso para volver al penal, al hogar.
Era demasiado tarde para él, pero no para mí. Me plegaré a este trámite, me arrastraré por entre las ruedas de este molino pero sólo hasta conseguir mi cuota parte del dinero del contribuyente, al cual pienso dar muy fructífero y ocurrente uso: voy a emplear esta suma para mantenerme vivo y bajo techo mientras escribo un guión pornográfico como Dios manda, uno como no se ha hecho hasta ahora, plagado de corsés, mujeres orondas, penes con monóculo, tipos disfrazados de caballo y dirigibles.
A partir de ahora lo llamaré Mi Obra Maestra, y no consentiré que se me moleste mientras lo escribo, daré grandes voces a quien lo critique y seré extremadamente suspicaz y tendente a imaginar conspiraciones e intrigas de cara a su plagio.