viernes, 26 de junio de 2009

A la rapiña

Al final ni obra maestra ni nada. Quiero decir que la escritura del guión pornográfico me ha sido del todo imposible, ya que de tanto imaginar tórridas situaciones, apenas llevaba media página escrita tenía que parar, tomadas las entrañas por una ardiente lujuria que me veía obligado a desfogar inmediatamente. Así, con estas intermitencias, no había manera de mantener la perspectiva de la obra, y si luego se leían una tras otra esta serie de medias páginas inconexas, la mente del lector era sometida a un paseo extremadamente abrupto, escarpado y tuercebotas.

De manera que mi tiempo lo ocupo como ya digo en masturbarme. El grueso de él, digo, del tiempo, pero no todo el rato. Estando desempleado uno tiene también ocasión de leer y ver muchas películas en su casa, lo cual es bueno, pero acaba pareciéndose un poco a estar en presidio, piensa uno en sacarse la carrera de Derecho por correo, no sé si me explico.

Por suerte no estoy preso, sólo perdido, así que puedo salir a la calle a vagabundear. Si alguien me hubiera dicho hace un par de meses que dejaría voluntariamente de ir en coche, le habría abofeteado sin duda. Pero es que con semejante calor no hay quien se meta en la pequeña carcasa roja de mi destartalado forfiesta, un verdadero horno que bufa vaharadas de aire abrasador al abrir sus portezuelas, eso cuando quiere abrirlas, que el otro día por poco me quedo encerrado en su interior, hirviendo al calor del sol de mediodía. El volante que escalda mis manos, las ruedas reblandecidas, al mínimo frenazo subliman en forma de humo blanco y de gomoso olor.

He vuelto por tanto a viajar en autobús, por el aire acondicionado, claro está, pero también, no puede negarse, por rodearme de seres humanos, para variar la perenne y onanita soledad en la que vivo. Es verdad que al principio lo he hecho, esto de viajar en público, con la mirada fija en un libro y los auriculares puestos, derrochando renegada pose. Poco a poco he levantado la vista y mirado a mi alrededor, a través de la ventanilla concretamente. En la calle el habitual empedrado de cuerpos, pies enchancletados, barrigas rumanas, camisetas de tirantes por doquier, chicas con pantalones muy cortos y un montón de piernas, una madre con vestido que se agacha a coger algo del carrito que empuja, se agacha y la brisa traicionera deja al descubierto por un segundo la ausencia de bragas. Con este calor todo son carnes de muslo, también dentro del autobús. Una chica de pelo negro y piel muy pálida, con labios finos, pintados de rojo, otra de piel seguramente morena, pero que se cubre de maquillaje para parecer pálida, lo sé porque el talco difumina el tatuaje que lleva en el omóplato. A mí cada cual que haga lo que quiera, pero yo un tatuaje sólo me haré si algún día cruzo el ecuador a bordo de algún paquebote, y será un alambre oxidado lo que garabatee torpemente un ancla en mi antebrazo.

Una gorda de exótico acento hablando por su celular, con el altavoz puesto, así y todo en la oreja. Noto que estoy padeciendo los rigores del calor cuando escuchando su insulsa conversación pienso que no está hablando con otra persona, que no hay otra persona al otro lado del teléfono sino que es el propio celular el que le habla, tiene activado un modo de cháchara automática, aleatoria y estridente.

También lo sé porque empiezo a ver números aparentemente significativos por todas partes. Cada vez que miro un reloj, son las 13:31, las 12:21, las 18:18 o cosas así. No sólo números, me pasa también con palabras, que se aparejan formando palíndromos. Me quedo perplejo, claro, desbordado por la cantidad de coincidencias absurdas que se me aparecen, pero por suerte enseguida me corrijo, ya me conozco las ebulliciones de la cabeza y sé que sólo tienen un culpable: este bochorno paposo y asfixiante. Intento combatirlo mojándome al llegar a casa y apuntando hacia mi piel el ventilador, es inútil, puede haber un refrigerio momentáneo pero el calor sigue mandando y paralizando mi sesera.

Por eso salgo al atardecer, cuando los bares ecuatorianos empiezan a abrir sus persianas pintadas de fucsia y celeste. Pululo un rato más, pasan horas hasta que la temperatura baja un grado o dos. Calle abajo, los operarios que esta tarde manipulaban alguna cañería subterránea han olvidado cerrar las tapas dentadas que dan acceso a ellas. Me asomo a su interior y recuerdo ese remedio de anciano que consiste en regar las baldosas y el asfalto para sofocar el calor que desprenden tras pasar todo el día horneándose al sol. Con uno de los picos de los operarios la emprendo a garrotazos contra la cañería, saltan chispas, y sudo aún más, pero pronto se abre una raja en la gruesa vena de hierro y el agua mana a borbotones, fresca, un poco maloliente, sí, pero fría, sale a chorros, un géiser cuya humedad encharca poco a poco el asfalto de la calle, que sisea y se retuerce como piel de lagarto. Me tumbo para descansar, aliviado, y al rato vuelvo a casa para aprovechar las horas de noche que quedan durmiendo en pelota picada.

Despierto con la nariz rozando el techo. La cama se mece con un bamboleo suave pero desconcertante, y es un despertar vertiginoso cuando descubro que el agua ha inundado mi casa hasta dejar apenas un pie de aire hasta el techo, en ese pie flota mi cama. Me zambullo en el agua, buceo para pasar entre las puertas y escapar a duras penas por una ventana. No sólo es mi casa, el barrio entero y es de suponer que toda la ciudad ha sido anegada por un agua turbia y fresca.

Subo al tejado de mi hogar y miro el horizonte de azoteas que asoman sobre la superficie del agua como islotes. Un enorme y masivo archipiélago de pequeños islotes, eso es ahora la ciudad. Debería arrepentirme por haber abierto aquella cañería, por la destrucción y la pérdida de vidas, se supone, pero el caso es que el sol brilla ahora más clemente, reflejado sobre esta superficie acuosa. El calor es incluso soportable, no aplatana, y el frescor del agua favorece la actividad.

Brioso y pletórico de energías, remolco hasta mi tejado un poste de madera que flotaba a la deriva, y con cierto esfuerzo logro ponerlo erecto, amarrado a la salida de humos de mi hogar. Remendando unas cuantas sábanas logro hacer una vela decente, la cual arrío a lo alto del mástil, y ya sólo me queda levar anclas. La cosa no es difícil, toda esta agua ha reblandecido el yeso y la madera que mantenían arraigada la azotea de mi hogar, y con la ayuda de una hachuela puedo separarla del resto de la casa, para surcar las tranquilas aguas de esta ciudad, en busca de rapiña.