El buque hundiente se hundió. No sabría decir cómo ni cuándo, de tan gradual que fue la inmersión. El caso es que aquí estoy, en este barco, por fin puedo decirlo: hundido. Asentado su casco sobre la arena del fondo, a bastante profundidad, yo diría, por lo fina que se ve esa telaraña nerviosa y oscilante que es la superficie del agua, vista desde abajo. Muy abajo. En una penumbra gris y casi perpetua, que sólo cambia para tornarse acuosa tiniebla, mar de tinta, por las noches.
Digo que este cascarón cochambroso yace semienterrado a bastante profundidad, porque no otra cosa sino la presión que el agua ejerce podría explicar lo estanco de su interior, que mientras el buque navegaba no paraba de inundarse y chorrear por entre mil grietas y boquetes. Hay una diferencia fundamental entre ese antes y el opresivo ahora que me rodea y es el silencio, este silencio grave y palpitante que hay a ras de fondo abisal. Nada chapotea, ya, no hay viento que aúlle y corte el rostro, ni graznidos de famélicas gaviotas perdidas en alta mar. Aún cruje, eso sí, la madera del casco. Menos que antes, y en lo que espero sean reajustes o acomodamientos a esta su nueva función de bóveda. Lo espero porque son toneladas de agua lo que ha de soportar, y si cediera, no habría de ser el líquido elemento clemente para con mi carne y huesos, que también serían aplastados y quebrados contra el fondo, dejando mi cuerpo plano como lenguado, y mi vida historia inconclusa y sin sentido.
Por suerte he podido rescatar algunos artefactos de esos que hacen más llevaderos la soledad y el aislamiento en espacios cerrados. A saber: una computadora capaz de transmitir, con la que ahora mismo escribo, y una radio. Poco más. Así es como he descubierto que bajo el agua se puede llevar una vida perfectamente normal, no muy distinta de la que pueda vivir cualquier ciudadano, preso en su colmena de hormigón y alambre.
El problema es la radio. No recibe muy bien aquí debajo, seguramente la amplia capa de agua absorbe y distorsiona las débiles ondas hercianas que alcanzan el fondo. Los locutores hablan con voces extrañas, como de besugo o lucio. Cuentan historias más estrafalarias de lo habitual, y por eso me pregunto a veces si no estaré sintonizando la conversación telepática de algún pez abisal.
Me hablan de un tal O’Bama. Un ser mestizo, mitad humano, mitad ogro, y es que al parecer su madre fue violada en una caverna por un monstruo tripudo y verrugoso que allí habitaba. La mujer, contrita y abochornada, calló la afrenta y ocultó mientras pudo las bulbosas consecuencias de aquel asalto carnal. Bulbosas, sí, pues su panza de preñada no tenía forma esférica o de balón, como viene siendo habitual entre las hembras de la especie, sino más bien de patata. Tal era el engendro que dicha cueva carnosa albergaba.
Cuando el alumbramiento tuvo lugar ya no hubo forma de ocultar la existencia del aberrante vástago. Púsole nombre la mujer, pero uno que jamás será pronunciado pues el padre de la misma, abuelo del retoño a la sazón, la apuñaló herido en su honra irlandesa, y maldijo al neonato con el apelativo de Varak O’Bama, que en gaélico significa Nefando Oprobio.
Nuestro amigo Nefando fue expulsado de la aldea de manera harto dolosa, esto es, siendo arrojado por un risco. Sobrevivió así y todo a la caída, e hizo vida en los bosques, alimentándose de raíces y agujas de pino, aprendiendo de los pájaros el arte de extraer gusanos de la corteza de los árboles, y de las musarañas el modo en que puede uno encontrar escarabajos entre el musgo.
Aullaba Varak a la luna por las noches, quejumbroso y desnudo, preguntándose si tal vez allá arriba, en aquella pelota blanca, fría y muerta, vivía quizás alguna especie de cangrejo albino con la que pudiera trabar amistad. Sus esperanzas, como cabe colegir, eran vanas.
Sí consiguió en cambio interactuar con otra especie de artrópodo, pues hízose amigo de un enjambre de langostas que asoló cierto verano la campiña irlandesa. Mientras la plaga devastaba los trigales, él cazaba al rececho los ratones de campo que del sembrado escapaban, dándose gran festín con las piezas que así obtenía. Cogiéronle confianza las langostas, y a menudo se posaban sobre él en marabunta, cubriendo su cuerpo todo, enredándose sus finas patas de insecto entre los ricillos que alfombraban su testa ahuevada, y dándole en general un aspecto horripilante.
Transcurría así la vida para el desdichado O’Bama, quien no conocía el lenguaje ni forma alguna de protocolo, y se expresaba con torpes vagidos y berreas cada vez que sentía algún impulso. Tan pronto echaba a correr haciendo molinetes con los brazos como se acurrucaba en el hueco de un viejo roble e imitaba el ulular de un búho. Puede que parezca extraño, grotesco o incluso contrario a derecho, pero tal hubiera sido el destino de cualquiera de nosotros de haber padecido sus mismas tribulaciones y haber sido privados de educación.
Corría pues entre los aldeanos de aquellos valles la leyenda de un ser bípedo y cetrino, que vivía del aire y no trabajaba. Susurraban las viejas en torno al fuego del hogar que este monstruo bebesangres acechaba por los tejados y se colaba en los dormitorios de las doncellas para masturbarse sobre sus enaguas. Una vez más la ceguera humana proyectaba en los demás los deseos propios, pues el pobre O’Bama jamás se encontró ni se encontraría nunca con otra hembra de su misma bastarda especie, y de hacerlo tampoco sabría qué hacer con ella, pues habíase amputado el miembro viril para usarlo a modo de cachiporra, con la cual remataba aquellas comadrejas, armiños u otros pequeños mamíferos que constituían su dieta.
Un buen día el desdichado O’Bama tuvo la mala fortuna de pisar un cepo para osos. Durante tres semanas desangróse por el tobillo mordido, hasta morir. De tal guisa lo encontró el zafio trampero que con tan poca gallardía se ganaba la vida, quien creyendo haber capturado al maleante vago de que hablaban las leyendas, cargó con el cuerpo hasta la aldea, y allí lo expuso, tendido en el centro de la plaza.
Los villanos congregáronse en torno al cadáver, admirando sus grotescas malformaciones contra natura. “O’Bama… O’Bama…” murmuraban santiguándose. El cura párroco del pueblo, vociferando, ordenó que el cuerpo fuera incinerado para que así el espíritu del endemoniado no volviera jamás en forma alguna. Y cuando ya tenían al infortunado y cuerpipresente O’Bama yaciendo sobre una pira de ramas y ungido en todo tipo de aceites inflamables, vino una penumbra nebulosa a oscurecer el sol. Los aldeanos giraron sus toscas cabezas hacia el cielo, a tiempo para contemplar una zumbante y ominosa nube de langostas, que se abalanzaba al rescate del cadáver de quien había sido su soporte en tantas ocasiones. De nuevo sus patas se posaron sobre la carne muerta, y a fin de poder alzarle en volandas se hundieron en ella, una por una, miríadas de langostas, para lentamente hacer levitar el cuerpo de Varak, y alzarlo varios metros sobre las espantadas y sobrecogidas testas de los aldeanos, en la postura del cristo.
Las langostas, cayendo en la cuenta del efecto que en los villanos habían producido, hicieron sobrevolar el títere cadáver de O’Bama por toda Irlanda, proyectando una enorme y siniestra forma de cruz sobre la isla esmeralda. Vieron enseguida la posibilidad de llevar a cabo sus anhelos de venganza y dominación sobre la raza humana, y se dirigieron al castillo del rey, a quien atormentaron con su espantosa visión hasta hacerle abdicar en favor del finado Varak, O’Bama, Nefando Oprobio.
Aquél cuyo verdadero nombre jamás será pronunciado, y que desde entonces reina en Irlanda con puño de hierro, escupiendo vaharadas de langostas cada vez que promulga alguna ley, fuero o edicto.
Esto dice mi radio. Vivo, como comprenderán, preocupado por que tal historia pueda ser cierta, y por ello ruego me confirmen si sus transistores profieren desatinos semejantes, u otros dislates igualmente inconexos y sin relación alguna, ni tan siquiera metafórica, con la realidad del mundo.