Tengo un amigo chiquitito que se va a vivir a Perú, de misionero. No es especialmente religioso y sí bastante drogadicto, empero, tiene un enchufe en la orden de los jesuitas. El Obispo de Lima en persona ha firmado y lacrado un salvoconducto por el cual este mi amigo puede viajar sin dar explicaciones aduaneras de ningún tipo. Decía lo de chiquitito por longitud, que no por edad, pues sácame unos cuantos meses el interfecto. Se operó hace unos años de estatura, sometiéndose a un trauma curioso cuando menos y consistente en el serrado y posterior elongación de sus huesos fémures. Dicho alargamiento se conseguía merced a sendos artefactos mecánicos que hacían de puente entre los dos fragmentos de hueso demediado, de tal suerte que sus engranajes asomaban por encima de la carne. Estaba así dispuesto el mecanismo al efecto de poder manipular un eje dentado, lento gnomon que era girado a razón de un grado o dos cada día, ensanchando el puente y haciendo así tenaza inversa para separar milimétricamente los fragmentos de hueso, que así se veían obligados a estirarse para conseguir cicatrizar. Sé que para describir el funcionamiento de aqueste ingenio artefacto convendría ofrecer alguna imagen, pero sólo he encontrado documentos del tipo dantesco y horripilante que seguro atrae a esos lectores que preguntan ¿es normal lamerle el culo a un hombre? para llegar a esta miserable tronera desde la que arrojo mis heces y esputos contra una humanidad cetrina que agoniza a ritmo de “blues”.
El caso es que huye este amigo remendado de la urbe católica y asaz puta en la que ha vivido siempre. Emprende viaje de muy incierto resultado en pos de siniestros y depravados fines, de los cuales no puedo hablar. Hago aún así público el hecho para que conste y sirva de acicate o admonición, pues seguramente el grueso de los misioneros que esparcimos por el mundo son roñosa carne de presidio, pero lo digo también desde el cariño que me produce saber que los demás son como yo seres sumidos en una atroz desesperación y resaca, y nadie en realidad encuentra solidez o coherencia en fe alguna.
Pero quería hablar de la noche del sábado, en que para despedir a este individuo se juntaron varios que hacía mucho que no se juntaban. La noche exudaba un ambiente frankensteniano, la memoria se descubría tullida, incapaz de recomponer las esquirlas de una vida que al presentarse así, toda junta, se revela desatinada y chusca. Y pronto a beber, y a hacer el ridículo con ganas, con vicio y gran fruición. A consumir, a darlo todo, y a lo que fuera. Desperdigando torpemente los valiosos polvos, comprando más, mezclando cosas y sabores amargos, con más humo, y cada vez más borrachos.
El polvo pendiente de juventú, aún atractiva, rotunda en su físico y facciones de poblada ceja. Pero con un novio ridículo, también conocido de hace tiempo, y ahora metamorfoseado en réplica bisbal, la melena trufada de mechas, la barba recortada, pero el mismo gesto de roedor. Y ella allí, mirándome fúrcica, muy consciente de lo del polvo pendiente. Y otra y más gente, un gorila señalándome con el dedo y pasándose la mano por el cuello en homicida pose. Otro sitio, amaneciendo y esnifando espíz sobre la tapa de un cubo de basura, sacando dinero mugriento, perdiendo toda suerte de llaves y tarjetas.
La mañana siguiente el fraude se destapa, abro unos ojos de corcho picante y me descubro invadido por la desazón. Qué espejismo atroz, subrayado por varias sustancias tóxicas, sí, pero así y todo de naturaleza perversa. Un súbito relámpago de lucidez ha iluminado cuatro o cinco cimas de mi vida anterior, la única que tengo, y ha mostrado su decadencia inexorable. La certeza de la muerte, en cada pata de gallo, en cada ubre fofa y pellejuda, en cada retorcida cana y cada voz cazallera. Todo cae, vencido, yo mismo apenas puedo sostenerme en pie ni enfrentarme a la visión del escaso sentido que tiene esta vida disoluta y criminal, podrida de contrición.
Nada en cualquier caso que no se pueda arreglar con un humeante caldo garbancero, cocido en jugo de tocino, chorizo, morcilla, otra carne que no sé qué es y eso sí, el hueso de jamón, que hasta el tuétano le chupo a este cocido resacoso, cuya materia pedestre y soez me calma el espíritu, reconciliándome de nuevo con esta simplona naturaleza de bruto descerebrado de la que jamás debí renegar.