La primera vez que oye esa voz en su cabeza la toma por una interferencia, un cruce de líneas, por eso se golpea el cráneo con la palma de la mano, ese gesto que se hace al salir de la piscina para sacar el agua que ha quedado apresada en el oído interno. Y la cosa funciona, pero sólo por un tiempo, poco a poco se hacen más frecuentes las palabras sueltas e incoherentes que esta vocecita pronuncia desde el centro exacto de su cabeza, desde algún lugar entre los dos hemisferios cerebrales, con un perfecto sonido estereofónico carente de cualquier clase de ruido o reverberación ambiental.
Con el paso de los días estas palabras sueltas van hilando frases, discursos, monólogos inacabables que le distraen de cualquier actividad que intente realizar. Acaba por asumir que tiene un problema mental de cierta gravedad y decide visitar al psiquiatra; no es algo que a uno le guste admitir, de hecho en un principio se niega a sí mismo la existencia de dicha voz, se convence de que no es más que una alucinación, pero la voz sube de tono cada día más, se pone firme, exigente, y aunque no llega a gritar o perder las formas, llega un punto en que le es imposible ignorar la evidencia.
El psiquiatra le atiende con esa dejadez e indiferencia que a veces demuestran los médicos, asiente con leves gemidos y la mirada perdida, sin dejar de mordisquear el extremo de su bolígrafo. Le prescribe una medicación, pero el sujeto de esta historia decide no tomarla porque lo cierto es que la voz da muy buenos consejos, muy sensatos.
Dice llamarse Gibbs, y efectivamente habla con el lenguaje pomposo y afectado de un mayordomo, le trata siempre de usted y da muchos rodeos cada vez que quiere sugerir alguna cosa. Domina perfectamente el inglés, el francés y el alemán, y tan pronto aconseja sobre cuestiones de etiqueta o protocolo como hace las veces de Cyrano, sugiriendo hermosos versos con los que regalar la oreja de la golfa de turno.