Han bastado dos días de furibundo catarro, con el absentismo laboral que dicha dolencia implica, para que me olvide completamente de lo que decía en el póstulo anterior. Se está mucho mejor en casa viendo la tele que trabajando, dónde va a parar. Le vienen a uno a las mientes ideas bonísimas, sea a causa de las poderosas fiebres que a uno le afligen, sea debido a la ociosidad que empacha el espíritu, el caso es que en yaciendo sobre mi sofá tresillo, embozado en mi albornoz y haciendo continua bocina nasal para expeler todo tipo de mucosidades y cuerpos extraños, observo que la suma de enfermedad y potente medicación provoca que en mi alma hagan fermento toda suerte de ocurrencias y dislates del todo locos y estrafalarios.
Dislates que no he podido poner en práctica porque, si bien he tenido el buen tino de recuperarme justo en día festivo y no me veo por tanto preso de un horario todavía, la fuerza inapelable de usos y costumbres me obliga a consagrar mi día todo al gasto y al dispendio, a la adquisición de bienes que un día habrán de ser prueba evidencia del amor que profeso por mis seres queridos. Ese aciago día en que Santa Klaus Kinski ponga en una balanza nuestros regalos y en otra la cólera de dios, y se vea qué pesa más.
Deliro, como puede verse. Y este delirio me impide relatar con la necesaria sobriedad y concisión el modo en que salí a comprar regalos la misma víspera Navidosa. Es este delirio en parte secuela de las fiebres tifoideas que he sufrido, y en parte producto de la tabacalera abstinencia de cuatro días que me embarga. Peligroso cóctel en cualquier caso, toda vez que me veo atacado por súbitos vértigos al cruzar un “paso-cebra”, o siento de pronto cómo diminutos y gélidos insectos me recorren la espina dorsal en la cola del pan.
Creo tener revelaciones cuando, buscando un peluche para mi sobrino, me encuentro con un osito de ojos muertos crucificado en una caja de cartón. Según anuncia el paquete, el oso habla, y es verdad que suena una voz harto siniestra cuando se le aprieta la pezuña al simulacro de plantígrado, pero el títere ni mueve la boca ni gesticula en modo alguno. Es un momento trágico, oír esa voz implantada saliendo del cabezón exangüe del osito, sugiriendo morbosa, espectral: Hazme cosquillitas. Esa mirada plástica, distraída, patizamba. El propósito educativo de tal engendro es claro: que nuestros retoños se acostumbren a oír voces en su cabeza.
Cobardemente, lo compré. Cobardemente, sí, porque sé que el peluche es el triste substituto de un tío ausente, esto es: yo mismo. Así es. Como el buen salvaje, me siento responsable de la educación de cualquier retoño de la tribu. La pena es que los padres no me dejen ejercer mi lavado de cerebro. Además, he de confesarlo, me faltan redaños y me sobran desidias para acudir a la casa fraterna cada noche a leerle Tripas a mi sobrino, de viva voz, eso sí, con garboso sentimiento y debate posterior. Casi puedo oír el gorjeo de su risa. Lo digo muy en serio, y apuesto mi brazo derecho a que cualquier niño de un año haría mejor papel que la mayoría de los tertuliosos y opinianos que vocean por ahí. Con un año recién cumplido las palabras son de barro en la cabeza, y todo es el juego y la tontuna que nunca debería dejar de ser. De hecho habría que ceñir las molleras con fajas al cumplir el año, como los pies de las chinitas, para que no crecieran más.
Decía que en lugar de atender mis obligaciones las despaché con un regalo material carente de verdadero valor, y pasé al siguiente familiar. A los niños, peluche, a los adultos, libro o dehuvedé.
Cojo el coche. Se enciende una lucecita roja. Es la luz de freno. La luz de que algo va mal con los frenos, quiero decir. Efectivamente, previa apertura de capó descubro que el líquido de frenos está al mínimo, otra vez. Debe perder por alguna parte, pero como llevo en el maletero un frasquito lleno de la pócima en cuestión, para qué más. Un momento: en el frasco pone que no debo rellenarlo por mi cuenta. Cualquier impureza podría provocar no sólo la ineficiencia del sistema de frenado sino una severa y costosa avería en el mismo. Sí, pone “costosa” en el frasco.
Andan listos si piensan que me voy a tragar semejante engañabobos. Cualquier impureza, dice. Sé muy bien los niveles de higiene que se manejan en un taller de mecánica. Deduzco así que tanto el líquido de freno como la lucecita roja son perfectamente inútiles, mero atrezzo, burda comedia montada para mayor lucro del gremio automovilístico. Conduzco, por tanto, haciendo caso omiso de la lucecita.
Eso por la mañana. Luego, por la tarde, al centro. Cargado como un mulo porque no sólo he de comprar ofrendas con que celebrar estas fiestas del todo paganas: en mi convalecencia he consumido todo el papel higiénico de que disponía, así como otros bienes de primera necesidad, muy pesados y difíciles de cargar todos ellos. Y acabado este nuevo gasto, los regalos paternos. Los había olvidado completamente, uno nunca se acuerda de lo que ha tenido siempre gratis. Lo peliagudo de la paternidad es que ese ser al que se ha dado la vida olvide continuamente que existe uno, su Padre. Claro que habida cuenta de los aburrimientos, penas y fatigas que implica dicha vida dada, no es tan descabellado este olvido. Incluso roza lo piadoso. De todos modos, y para que quede claro, si algún día por accidente tengo retoños de mi propiedad, los educaré con puño de hierro y a la manera espartana, a fin de que en un futuro no tengan clemencia de sus enemigos y medren en la vida, no como yo.
Ya noté una pequeña molestia en el pie izquierdo bajando Bravo Murillo, pero la achaqué en su momento a una rama en el calcetín. Luego hice las adquisiciones de libros y dehuvedés que decía, y papel para envolverlo todo y dar por saldada mi cuenta con la vida un año más. Y vuelta a casa. Y al descalzarme el pie izquierdo descubro maravillado que la piel de su planta se ha agrietado como la tierra de un embalse tras años de sequía. Se ha resquebrajado. Por fuera es callo, coraza perfecta, del todo insensible, pero entre las grietas queda expuesta la carne viva.
En el meñique es peor. Lo que creía una molesta rama al caminar era en realidad la piel entera de la yema, toda ello levantada, separada de la carne viva que hay debajo, unidas ambas sólo en la raíz del dedo. El problema, como digo, es que si bien el pellejo despegado es insensible y lo puede uno pellizcar como si nada, y pegar y despegar del dedo correspondiente, la carne viva que hay debajo chisporrotea de escozor, y una palabra se me viene a las mientes: Infición.
¿Cómo hacer? He intentado tomar una instantánea para ilustrar el problema, pero me tiembla mucho el pulso.
Si arranco del todo el pellejo, me veré sometido a un inmerecido suplicio durante una semana o más. Si lo dejo allí, tal vez empiecen a cultivarse hongos y todo tipo de vida aborigen entre sus licuosos intersticios, ese caldo de cultivo que ha empapado el calcetín y rezuma de entre la carne viva y el pellejo muerto.
Betadine mediante, intento un remiendo, un parche, un pacto de adhesión coyuntural. Y ahí sigue, mi piel cadáver, zurcida a mi dedo meñique, hollando caminos aún después de muerta, cual fenecida Cid. Encaja perfectamente, eso sí. Si no muevo el dedo, parece tal y como si estuviera intacto. Quién diría, de ver este meñique rampante, que un simple roce levantaría su primera capa y como en los libros de anatomía, dejaría expuesto un área de nudos nerviosos y húmedas circunvoluciones carnosas que en lugar de sangrar rezuman un liquidillo transparente, tal vez un poco amarillento. Y como en los libros, podría uno cerrar de nuevo esta tapita después de haberse enfrentado al horror interior, consiguiendo una ilusión de reparación casi, casi, casi, si no fuera por los bordes, las rebabas, que le dan ese toque áspero e inacabado.
Sea cual sea esta nueva afección epidérmica, espero que nunca me alcance la cara.