Afrontémoslo: no puedo seguir con la alegoría náutica porque está acabada. No da más de sí, se queda corta, aunque la realidad siga y siga pudriéndose con su aroma dulzón, la metafórica imagen del barco hundiente con la que hasta ahora he representado mi lugar de esclavismo laboral no da la talla.
No hay fosa mariana tan honda y oscura, no hay tifón o tormenta cuyo rigor no palidezca ante el del atasco que de sol a sol coagula la carretera. No hay escorbuto que no fuera preferible al café de la máquina, ni capitán Acab que supere en demencia y disparate al mandamás que con pulso endeble y manirroto nos gobierna.
No hay, en suma, grilletes tan mohosos como los que me atan a esta silla azul marino, adornada por si la broma fuera poca con unos inútiles ruedines al final de sus patas, sin duda dispuestos en tal lugar al efecto de hacer sarcasmo y apología del inmovilismo, habida cuenta de que esta silla y el culo que sobre ella sienta jamás van a ninguna parte.
Pero la razón más grave y principal por la que no me vale la alegoría náutica es que me he aclimatado. Ya no me siento preso galeote, aunque lo siga siendo. Pasa a menudo. Corceles más briosos que yo han sido domados y han criado panza, prefiriendo ver la tele con una mantita sobre las rodillas a pasar frío en el rigor de la trinchera.
En la oficina, el cipote substituto ha demostrado ser un afable payaso con el que no se puede estar enfadado mucho tiempo. Sólo a ratos. El facha con pluma es cada vez más facha y tiene menos pluma, pero desde que, en broma, le dije muy serio “Don Tancredo: Yo de mayor quiero ser como Usted” me mira con dulzura. Temo lo que pueda ocurrir si le saco del error.
Pero miento si doy a entender que el ambiente se ha distendido. Nada a mi alrededor ha cambiado, es sólo que ha estado en torno a mí tanto tiempo que mi yo más puro se ha desmoronado, como castillo de arena al subir la marea. Prueba de ello es este mismo símil que acabo de hacer, antes no me hubiera consentido semejante gazmoñada. Cualquier texto pasado fue mejor.
¿Dónde está, esa furia pustular? El abón de mi brazo que diera pie a este despropósito ha remitido, y ya apenas hurgo en él. Los eczemas de mi ingle, empero, siguen vigentes y a pleno rendimiento. Me los rasco furioso al llegar a casa después de todo un día censurado por las miradas ajenas, me hago surcos y me retuerzo de gozo sobre mi mugrienta moqueta morada, en un crescendo en el que el picor de mis ingles sudadas y el violento rascado a que las someto se alimentan uno a otro en constructivo diálogo, cuanto mayor y más vibrante la comezón, con más furia me araño y clavo las uñas. Llega un punto en el que el escozor de esfuma, rompe, y para no lesionarme paro.
Bien, como decía me he reformado. Creo que por fin he llegado a ser ese hombre de provecho que una vez barruntara. He redistribuido el salón de mi destartalado hogar, dando un lugar prioritario a mi butaca de orejas, en la que gusto de sentar vestido con batín y fumando en pipa mientras le acaricio el lomo a la gata. Sólo echo en falta al llegar de trabajar un modesto arsenal que desmontar, limpiar y volver a montar. Aunque sólo fuera una pequeña panoplia colgada en la pared, con un par de aceros toledanos para bruñir. No es bueno que el hombre esté solo.
Está bien ¡demonios! Lo confieso: me he vendido por una cesta de navidad. Un par de lomos revenidos, una botella de champaña barata, vino tinto y turrón duro. Todo ello en una caja grande como un ataúd.
Al final, ésa era toda mi ambición en la vida.