jueves, 8 de octubre de 2009

La grieta

Hay una grieta en mi dormitorio, una escarificación de la pintura que recorre como un latigazo oblicuo la pared que tengo a mano izquierda cuando duermo. No es una grieta del muro, es sólo la pintura, blanca y lisa, que ya estaba desgarrada de este modo cuando vine a vivir aquí, mucho antes de que me adueñara de la habitación grande donde se encuentra, la grieta. Como una herida que sólo hubiera rajado la piel, sin dañar el músculo, esto pasa a veces, una vez tuve que escoltar a un compañero de clase que se había hecho algo parecido, un desgarrón provocado por la cabeza de un clavo que sobresalía en clase de gimnasia, le abrió la piel del muslo sin que se derramara una sola gota de sangre, podía verse el músculo en carne viva, cubierto de una fina capa de grasa que hacía como grumos en la carne. El muchacho sujetaba los pliegues de la herida temiendo que esa nueva boca se le abriera aún más, y yo le acompañé hasta la enfermería, pero ya digo que no vi ni una sola gota de sangre.

Pues así la grieta. La pintura se ha retraído también, como aquella piel, pero de un modo no tan elástico, se ha combado como los labios cuando hacen anillos de humo, a lo largo de toda la irregular extensión de la grieta. Esta orografía forma unas sombras bastante inquietantes cuando enciendo la lámpara de cabecera, situada justo debajo, y da en general un aspecto desaseado a mi alcoba, por eso me he animado alguna vez a cubrirla con un poster, un poster de Apocalypse Now en este caso, el problema es que el poster queda abultado por las crestas de esta sierra de pintura desconchada.

Por fin me he arremangado y he movido la cama para poder arrancar los pedazos de pintura muerta de la pared sin manchar demasiado. Es muy parecido a lo que hago cuando desbrozo los desastres que me causan los eczemas de la piel. Los del pie, por ejemplo, es un auténtico placer pellizcar las costras de piel reseca que dejan a su paso, arrancarlos y dejar así respirar a la piel nueva y reluciente que hay debajo. Era un placer, mejor dicho, ahora ya se me han pasado, pero volverán, no me cabe duda, aparecerán otra vez en alguna otra parte al azar de mi anatomía. Es un fenómeno curioso, si bien molesto los primeros días, cuando pican, cuando supuran ese liquidillo traslúcido ocasionalmente teñido de rojo, pero luego la cosa encallece y al final se seca, y se puede raspar la costra de piel muerta, blanca y quebradiza, se puede raspar esa vejez como la corteza de un chopo, y debajo está el tejido joven, renovado, listo para la acción y si cabe más sensible a los estímulos que la piel anterior.

Nada de esto ocurre, por desgracia, en los muros de una casa. No hay regeneración, aunque sí estratos. Compruebo a golpe de espátula que a la capa de pintura plástica, blanca y lisa han precedido otra celeste, que se deshace como polvo, y otra de color verde pastel, color quirófano. Temo incluso que no haya ladrillo, que este muro sea todo capa y capa de pintura, piel sobre piel sin carne ni hueso que valgan.

Voy a tener un problema con esta pared. Voy a tener que pintarla toda, no hay poster que cubra el destrozo que estoy provocando, era la típica cosa que mejor no tocarla. Pero es que estaba harto de verla cada vez que me tumbaba en la cama, el resto de mi casa, salvo quizá la cocina, bueno, dejando aparte la cocina mi casa es pasable, pero había que hacer algo con esa grieta en la pared, y ahora que estoy en ello no puedo dejarlo a la mitad. He cambiado los muebles de sitio, claro, para poder trabajar tranquilamente. Pero no es un hecho aislado, he movido los muebles varias veces ahora que paso tanto tiempo aquí metido. Me acuerdo, claro, de El Ángel Exterminador, dejo de raspar, de hecho, y miro el umbral de la puerta, preguntándome si podré salir ahora que he cambiado de sitio los muebles. Y sí, puedo ir al salón, pero lo cierto es que no salgo de casa, no tengo por qué, claro, ya bajé la basura ayer, sería estúpido salir a la calle sólo para comprobar que puedo hacerlo. Pero es que no sólo he cambiado el dormitorio, también he movido todos los muebles del salón. Varias veces. Y desde que lo he hecho no me ha pasado nada bueno. Sería terrible que el modo en que dispones la cama, el sofá, la mesa, la butaca de leer, que todo eso influyera en lo que te va a pasar. Que todo, y con todo me refiero a todo, fuera una enorme cerradura en la que sólo una determinada combinación permite salir, pasar a lo siguiente.

Sí, sería terrible, por suerte no es así, no que yo sepa. Sigo raspando. Debajo de la capa verde pastel, verde quirófano, hay algo más duro, algo que no es pintura. La espátula chirría sobre una especie de azulejo mate, una especie de baldosa, con bajorrelieves. Tengo que raspar bastante antes de ver la primera figura.

Se trata de jeroglíficos. Una forma de jeroglíficos que no reconozco. No es que sea un experto, que más quisiera. No me encaja, nada de esto. Conozco algo acerca del pasado de mi casa, y no tiene nada que ver con jeroglíficos. Vivo alquilado en un rincón de lo que antes fue una mansión, aún conserva el patio delantero, un pequeño patio con árboles, y las caballerizas que había detrás son ahora un descampado en el que nadie ha tenido cojones de edificar aún. Antes en este descampado había un grupo de sudamericanos que venían a beber por las noches, había juergas debajo de mi ventana, había jadeos sexuales sacados de su tropical contexto, había tipos a las nueve de la mañana mamando de un cartón de vino y hablando por el celular, había colchones sobre los que dormían en verano y bajo los que se refugiaban cuando llovía en otoño. Luego el dueño del solar movió sus hilos y desde entonces sólo hay gatos o pájaros, pero nunca ambos a la vez. Los gatos forman una pequeña banda de tres felinos sucios y desaliñados y los pájaros se agrupan por especies, gorriones aquí, palomas allá y urracas algo más lejos. Nada que ver con jeroglíficos, como digo.

Me lleva varias horas raspar la pared entera. Toso mucho, tengo la piel sudada y cubierta de polvo blanco, celeste y verde pastel. Estoy cansado. Tanto que no me importa que la cama esté junto a la pared equivocada, me tumbo y sin desnudarme siquiera me quedo dormido, con la espátula en la mano.

Me despierta la gata, como tiene por costumbre. Esto es, clavándome su garfio entre los dedos pulgar e índice, si tiene sentido hablar de índice tratándose de los dedos del pie. Es el modo en que suele despertarme cuando no he dejado comida suficiente en su tazón la noche anterior. Aún no ha amanecido, no entra más que la luz de las farolas por la ventana. Sólo cuando me giro veo la pared plagada de jeroglíficos, la había olvidado. Como cada vez que me despierta la gata, sea con un certero aplique de sus garras o con su ruidoso (e intencionado, estoy seguro) revolver en el cajón de arena, ya no me puedo volver a dormir. Menos aún ante la visión de la pared despellejada. Enciendo la lámpara de cabecera, recupero la espátula de entre las sábanas y estudio el modo de atacar la obra. Opto por golpear con el mango uno de los azulejos, seamos serios, esta capa tampoco es presentable, por mucho interés arqueológico que pueda tener. Pero no es como raspar pintura, se trata de baldosas de un cierto grosor y antigüedad indeterminada, así que no puedo sino golpear con el mango de la espátula hasta resquebrajar uno de los azulejos.

Por entre sus grietas brota un líquido acuoso, supura un liquidillo traslúcido ocasionalmente rojo.

Hecha la quiebra puedo despegar los pedazos de la baldosa jeroglífica, y bajo ellos encuentro carne viva, músculo fibroso, surcado de venas palpitantes y cubierto de una fina capa de grasa que hace como grumos en la carne. Suda, manchado de polvo, y se estremece a los estímulos que le proporciono con el pico de la espátula. El polvo me hace toser mucho, y sin querer hinco demasiado la espátula en esta carne interna del muro, y al instante la casa entera cruje, recorrida por un espasmo. El techo, seguramente también el suelo, bajo mi mugrienta moqueta morada, se ha resquebrajado. Hay grietas por todas partes, no sólo en mi cuarto, también en el salón y en la cocina.

Despunta el alba cuando dejo caer la espátula y vuelvo a la cama. No paro de carraspear. Tengo todas las capas de pintura que he raspado cubriéndome la piel y los pulmones. Respiro a duras penas, y oigo el aire sisear entre mis alveolos cubiertos de ceniza y polvo. Me noto cristalizar. Solidificar. A cada inspiración o exhalación mi cuerpo cruje. Lo más doloroso son las aristas, las esquinas. Mi organismo, empapado de yeso y cal coloreada, está adoptando en su interior formas cúbicas, o de paralelepípedo. Mi garganta es un pasillo, mis pulmones salones polvorientos, mis venas cañerías de plomo, mis dedos contrafuertes que se asientan sobre el colchón. Pronto soy incapaz del mínimo movimiento, me noto pétreo, pesado.


-Aquí tiene, señor, los planos de su mansión. He tenido a bien darle forma de cuerpo humano. Las caballerizas representan la mitad inferior del cuerpo, señor, las habitaciones del servicio el pecho y los brazos, y sus aposentos, señor, serán la cabeza.
-Muy bien, muy bien, pero ¿cuándo podré instalarme?


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