jueves, 8 de mayo de 2008

No es oro todo lo que reluce, pero lo que huele a mierda, apesta.

Vengo de recibir la zancadilla del novato. Los miembros de la tripulación de la nave hundiente teníamos esta tarde deber de acudir a una proyección del último tostón de un vetusto cineasta apoltronado y gagá a quien por desprecio no nombraré. No sabía yo que al salir de tal pase nos esperaba acechando el productor, pez gordo señor del puro que teje y maneje desde las sombras, emboscado en un despacho algo alejado de la sala de proyección. A este cuarto nos aproximábamos por un pasillo los marineros de la nave hundiente, ya vista la infame película. Ignaro yo de que había encerrona, caí en el ardid que me tendió uno de los marineros, especialmente hideputa: un barbudo y corpulento mozarrón que me había cogido tirria. Preguntóme él mi parecer acerca de la aburrida y sin sal historia, y tomando yo la pregunta como gesto amistoso, no dudé en explayarme a voz en grito acerca de lo puta mierda que me había resultado el flim, y que a ratos había padecido crisis de ansiedad al verme confinado en la sala de proyección, de manera que verdaderamente me había sentido como el héroe drugo de la naranja mecánica al ser reeducado, pues no otra cosa sino arcadas y accesos de vómito cabía padecer ante lo que no era sino otro ñordo ambientado en la guerra civil, Maribel Verdú haciendo de escuálida afligida, final grotesco, dramón, en suma: más estafa que película.

Vociferaba yo de esta guisa cuando del despacho emergió el pez gordo señor del puro, arrastrando sus lorzas verrugosas por el suelo. Su mirada matóme, pues como todo el mundo sabe los poderosos no gustan nada de oír opiniones disidentes o críticas con sus proyectos. Casi oí reír a mi vera al marinero hideputa que habíame tirado de la lengua, pues pagaba conmigo, grumete recién llegado, lo que había recibido él cuando el vetusto cineasta apoltronado, director del tal film, le humilló y apaleó públicamente tiempo atrás, por no hacerle la pelota. No es ello coartada que le exima de mi venganza, claro, pero como mi lista negra siga aumentando a este ritmo, no habrá balas suficientes y habré de emplear mi famoso brazo ejecutor.

Cuando me despedí de la tripulación el gusano especialmente hideputa, vil como él solo, lanzóme una sonrisa, y yo se la devolví porque aún no había atado cabos. Sólo volviendo en el coche, en el atasco, entre el humo y los hierros de esta ciudad estruendosa, se ha hecho la luz en mi cabeza y he descubierto el ardid. La he emprendido a golpes con guantera, volante y claxon, y hablaba como de Niro, increpando a un enemigo imaginario hecho de aire.

¿Qué se supone que he de hacer ahora con este instinto asesino? ¿Jugársela a su estilo de cortesano marica y tramposo? ¿Es más digno eso que agredirle y estrangularle con su propio cinturón? Si me comportare de tan caballerosa manera, sin duda acabaría preso, y es que aquí no se valora la verdad incontestable del fierro, ante la cual palidecen cotorreos y blablablás. ¡País de gañanes!

Al llegar a casa fuméme un porro que robé a un niño, de camino, y es cierto que me costó conciliar el sueño y me revolví por largas horas en una maraña de sábanas.