martes, 31 de marzo de 2009

La pústula espongiforme de Kogoj y los microabscesos de Munro

Por favor, no busquen eso en gúguel. Es asqueroso. Una imagen asquerosa. Pero el nombre es hermosísimo, esto no se puede negar.

Un par de nombres dignos de una pequeña historia. Así es, he de inventar, o en su defecto hacer memoria. Lástima que no pueda recapitular aquí con el abigarramiento acostumbrado los gratos sucesos que me han venido acaeciendo las últimas semanas, de verdad que es una pena, porque dan de sí, y bastante. Sucesos con una sorprendente capacidad de dilatación. Ya digo, una lástima, pero esto no es una tertulia de sobremesa y yo no soy una de esas iguanas que vocean en sus televisores, suyos de ustedes, que yo al mío le prendí fuego y arrojé por la ventana, maldiciendo que finalmente no matara a nadie en su caída (nada personal, sólo por aquello de darle mala fama, al artefacto).

No, yo soy más bien de hacerme presión en los bubones y de esta manera reventallos, para aplicar la pus sanguinolenta que de este modo cosecho y con cuidado situarla entre dos láminas de vidrio, a fin de enfocar sobrella mi lupa microscopio. Nunca he explicado que la pústula que originariamente me diera nombre fue un curioso híbrido entre verruga y espinilla, en cuya carne tenía a bien hozar, y de la que conseguía hacer brotar una peculiar sustancia orgánica, una especie de cadenilla cartilaginosa, materia del todo inútil y no sé a cuento de qué elaborada por mi cuerpo, que se entretiene a veces de este modo, tal vez practicando futuras metástasis o secreciones de gemelos malignos.

Dicha cadenilla cartilaginosa anidaba a cierta profundidad en mi epidermis, y era necesario aplicar gran presión con la tenaza formada por índice y pulgar para que asomara su cabecilla, o su rabo, lo que se quiera imaginar, pues no era este producto cosa viva, realmente, no más de lo que pueda ser una uña aún sin podar. En brotando ya podíase aferralla entre los dedos, y tirar della no sin cierta aprensión y temblor intestinal. Vaciaba así, cada cierto tiempo y a ser posible en la ducha, por aquello de mantener una relativa asepsia, esta callosa protuberancia. Si hacerla brotar requería de grandes esfuerzos y violentos arañazos, desprenderla del todo no era menos aparatoso, toda vez que parecía enraizada por su extremo final a una de las múltiples venillas que me irrigan las entrañas, no de otro modo se explica que al arrancarla del todo manara un fino chorrillo de sangre, como si aquel diminuto zarajo hubiere estado ejerciendo funciones de corcho tapón que impidiera el escanciado de mis avinagrados zumos.

No, nunca había explicado todo esto, y bien mirado es comprensible que les hubiera ahorrado a ustedes estas dosis de náusea y repulsión del todo gratuitas. Debo decir, empero y así y todo, que desde el mismo momento en que, ya aburrido y un tanto preocupado por la perpetua y costrosa cicatriz que adornaba mi antebrazo dándome aspecto de heroinómano sidoso, desde el mismo momento digo en que dejé de hurgarme este extraño y peculiar esfínter, nunca más volvió a gestarse, que yo sepa, una nueva cadenilla de cartílago. Quedó vacía, la pústula, y desecó, cicatrizando para mi tranquilidad. Dudo que esta acauchutada secreción haya seguido produciéndose en mi interior, pues no he notado embolia alguna, y tiendo a pensar más bien que se trataba de una aguerrida y muy gallarda reacción celular, por la que mi carne se encabritaba ante la cotidiana agresión de mis uñas.

Se puede extrapolar fácilmente de esta historia una moraleja aplicable a mi vida toda, a mi carácter, vaya, y ya en lo concreto a lo que desde esta atalaya escupo. Cadenillas de letras cartilaginosas, extirpadas con cierto dolor e innegable placer, alineadas en viscosos párrafos y expuestas públicamente para el general asqueo.

Secreciones fruto del roce y martirio continuado.

Por eso digo que me veo ahora obligado a hacer memoria, ya que a su vez la imaginación la traigo seca, y por otra parte mucho deploro no poder reproducir aquí estos gratos sucesos que me han venido acaeciendo las últimas semanas y las bellas perversiones que me han sugerido, auténticas pesadillas de exquisita depravación que he sabido relatar con gran pericia y habilidad, aunque esté feo que yo lo diga.

Ya digo, mis estrepitosas vísceras sí las muestro, pero la bragueta no me la bajo, aquí.

viernes, 13 de marzo de 2009

Peer Sedición

Creía que era yo solo, pero no. Creía que era yo quien había perdido mi ser vago y maleante para acomodarme al disfraz de ciudadano, pero no, sólo lo he dado sí, rompiendo sus costuras para hacerme sitio.

Creía que era yo quien imitaba a este hatajo de mercachifles viciosos y podridos de cudicia. Eso creía, pero es al revés. Son ellos los que se comportan ahora como yo, los que aborrecen su negocio y repudian este vano amasar las horas. Todo el día hurgando internet como quien se hoza los esfínteres, mascando este insípido y resobado chicle, absentismo virtual, huelga encubierta.

-Sí, sí, déjamelo ahí que ahora lo hago.

Mentira. Sigue diciendo marranadas en algún sórdido chat.

Infectados de mi purulencia, de mi afición al atentado por omisión y desgaste. La furia pustular que en tiempos me hiciera conducirme con violencia y a traición ha dado paso a un nuevo método si cabe más sutil e indetectable, un continuo y venenoso peerse del espíritu que por doquier propaga bufidos de pereza e incita a una suerte de rebelde catatonia, inoculando en cuantos me rodean la ferviente y ponzoñosa vocación de ser lastre.

Lo sé porque lloran. Yo jamás lloro, tengo los conductos lacrimales desecados y si algún día aciago hubiera de brotar algo de ellos, sin duda sería un espeso y bituminoso mucílago que a nadie conmovería.

Pero lloran porque he conseguido hacerles sentir, como yo, esclavos.

Ponen la misma cara que aquella nínfula a la que, a través de la verja del instituto, le dije: “Si te gusta el colegio, el trabajo te va a encantar”. En vano, mis avinagrados encantos fallaron de nuevo y no hubo modo de llevarla a la cama.

Resultó al fin que su coqueteo era frívolo y sucio juego. Tanto aguantar sus peroratas de niña herida, sus interesados arrumacos, su lascivia incontenida, todo para nada. Abrumada por la figura de un padre conquistador y crápula cuya atención sólo conseguía atraer en forma de bofetadas, este pequeño súcubo va por ahí faciendo entuertos y desmanes por los que ser castigada, encontrando un placer morboso en los azotes que de este tortuoso modo obtiene. He jugado el juego un rato, pero ya me harté del moho de su espíritu y de sus besos con anzuelo.

Me pesa hoy especialmente la resaca. Es todo lo que saqué en claro de la pasada noche, a beber, otra vez. En el patio interior de una casa ocupada por muy diverso público. Los habituales del panc, caballeros solventes con chaqueta de pana, carteristas dando abrazos gratis. Y haciendo amalgama de tan dispar tropezón, un curioso engrudo, mezcla de hippieza y raperidad, hirsutas lanas vs. chándals reflectantes, mugrientas rastafarías junto a abrigos de holgura más que notable, alpargatas negruzcas y gorras ladeás, flautas compartiendo vaso con relucientes collarazos de exconvicto. Una alianza peculiar, de la que desde luego yo no tenía conocimiento hasta ayer. En cualquier caso, un ambiente ligeramente más sano y honesto que el siguiente bar, donde si bien la actividad era exactamente la misma, lo cerrado de la techumbre y la polución del respirable desaconsejaban permanecer allí mucho rato. Como de un tiempo a esta parte la escasa vida nocturna que desarrollo se limita al más estricto alcoholismo, encuentro cada vez menos temas de conversación, y no sé cómo acabé voceando la receta del cóctel molotof a la oreja de un amigo. Lo hago mucho, últimamente, escribo esta receta una y otra vez en diferentes formatos y soportes, detallando cada etapa del proceso y explayándome en avisados consejos sobre su elaboración. No sé muy bien por qué lo hago. Se me ocurre distribuir estas instructivas octavillas para su dominio público, pero al punto recuerdo la endémica memez del íbero medio, ese bruto, y prefiero no propagar aún más este tipo concreto de conocimiento práctico para no acabar yo mismo en llamas.

Afectado seguramente por algún panfleto que sin querer leí anoche, medito acerca de las actividades que desarrolla mi grupo de afinidad, esto es, aquellos que llevan tanto tiempo siendo amigos que uno no puede decir en rigor que los haya elegido. Dichas actividades consisten en el puro esparcimiento, más concretamente la asistencia a tugurios y el consumo de sustancias, entre las que destaca el etílico brebaje, adulterado con gran perfidia las más de las veces. Y pienso que efectivamente este mal llamado ocio ha conseguido absorber completamente las energías y tiempos del grupo, cuando no acortado gravemente su esperanza de vida, previniendo muy astutamente que la sobriedad y otras lucideces nos hubieran hecho preferir la sedición.

Es por ello que a partir de ahora me referiré a todas estas actividades presuntamente lúdicas y de seguro nocturnas como “El Hocio” siendo nombre de probada sonoridad y porcinas resonancias.

Ayer fui convocado al camarote del jefazo melindroso. Tiene la lela costumbre de cerrar la puerta de su despacho y subir el volumen de su televisor para que nadie escuche lo que dice desde el exterior, costumbre ridícula si pensamos que nunca ha dispuesto de información sensible, y más que hablar balbucea, llegando a articular verdaderas andanadas de sílabas inconexas que pueden durar hasta el medio minuto. Pues bien, no sé qué ha hecho al tocar el mando que han aparecido un par de tetas en la pantalla, bien restregadas por las manos de su dueña, húmedas y jabonosas bajo la ducha.

Me ha contado lo mismo que a los demás, muy diplomático, admitiendo que lo de renovar mes a mes es una "canallada", pero recordando que en la casa directamente no se renueva, y que de hecho aún tiene que aprobárselo el jefazo de personal. O sea que igual ni eso.

Así que en lugar de escuchar, me he recreado en la imagen de las tetas enjabonadas para, lastre y ceporro, decir a todo que sí.

domingo, 8 de marzo de 2009