jueves, 31 de julio de 2008

Alerta Hufo

Anoche decidí que no podía ser eso de pasarse todo el día adherido a la computadora y me dí al esparcimiento, acudiendo a un tugurio de resonancias teutónicas donde unas camareras ataviadas con el traje regional de la Baja Baviera nos sirvieron varias ensaladas de morros de cerdo e innúmeras cervezas. Lo del traje regional no debe caer en saco roto, pues era éste atuendo que subrayaba la gracia y donosura de sus abundantes carnes y venía adornado de ridículos volantitos, harto risibles y del todo equiparables en lo bochornoso al pantaloncito tirolés que lucen los machos de la especie germana. El mayor hallazgo, hay que señalarlo, era el escote, verdadero muro de contención que al tiempo que lo mostraba prácticamente todo, ceñía con gran rigor lo opíparo de sus ubres rebosantes, a las cuales no podíamos quitar ojo como es natural.

Vino a estorbar esta gloriosa visión un mamotreto gigantesco, barbudo y rubicundo, que con grandes ansias engullía jarras de a litro una tras otra, poniéndonos en evidencia a los demás, que por comparación parecíamos melindrosos y escuálidos afeminados. El orondo tragaldabas reía estentóreo, haciendo vibrar los cristales coloreados de las ventanas, y sacudía rotundos manotazos en la espalda de un vejete que leía el abecé y comía panchitos en la barra. Así es, el bávaro mostrenco se comportaba como si aquella posada fuera suya o de su primo, e iba saludando tanto a la decrépita clientela como al servicio, parándose un rato largo con la gobernanta que, como habíamos visto a los cinco minutos de entrar, tenía a bien tratar a patadas a las camareras, en su mayoría estudiantes alemanas, así como despotricar en cuanto tenía ocasión contra los cocineros ecuatorianos, a quienes se refería como “machu pichus”, escupiendo al suelo y batiendo de risa su cuadrilátera mandíbula. Todo ello, sumado a la abundancia de caracteres góticos que adornaban el local, hacía pensar que en cualquier momento los parroquianos podrían cuadrarse, hacer el saludo romano y entonar el Horst Wessel Lied. Sí, muy probablemente eran todos nazis, de los de verdad digo, los que lucieron uniforme de las SS en su momento y ahora son nonagenarios que juegan al mus en los centros de día para mayores, proclamando con orgullo y acento extranjero la excelente acogida que este país campeón de europa les ofreció en su momento, rescatándoles de la derrota mundial y los juicios sumarísimos de la bella Nürnberg.

Cuando por fin llegó ante nos, el rubicundo mamotreto, plegué el ejemplar de Noticias del Mundo que había estado hojeando, por ver si acaso en su etílica euforia nos invitaba a un codillo crujiente, pletórico de grasa y bañado en miel, que eso por las noches entra que es un gusto. Resultó, como enseguida descubrimos, que el tipo ni era dueño ni era nada, y no sólo no pensaba invitarnos sino que albergaba gorronas intenciones. Se aprovechaba para ello el elemento de su aspecto paquidermo, y bien consciente de que podía desahuciar a un hombre adulto con sólo dejarse caer sobre él, sonreía ufano y peroraba sin pausa.

Naturalmente sus ininteligibles balbuceos me la traían al pairo, por lo que me dediqué a inspeccionar la su aparatosa anatomía, en busca de algún pilar maestro que pudiera servir como punto flaco, en caso de que se pusiera violento. Durante este examinoso escrutinio descubrí con gran sorpresa que bajo la punta deshilachada de sus botas le asomaban mugrosos los dedos de los pies, negruzcos e hinchados de recorrer el asfalto. El tipo había gastado la suela a base de caminar, o tal vez, en un arrebato de gula, había querido erigirse en émulo de Carlos Chaplin.

Mi energúmeno y obeso amigo sí que le prestaba atención, seguramente aún pensaba que aquél tipo nos daría cosas materiales a cambio de aguantarle, y por si acaso le tiraba de la lengua. Mareado por lo eterno de sus parrafadas, volví a hacer lectura del ejemplar de Noticias del Mundo que había traído. Mientras buscaba la sección de anuncios clasificados, como siempre para ver si bajo el epígrafe “Relax” encontraba el número de teléfono de alguien conocido, pasé por encima de una fotografía que logró cortar en seco el balbucir del mostrenco, quien enseguida aplicó su enorme y salchichesca mano sobre el periódico para impedir que hojeara más allá.

Atónito, levanté la vista y le vi palidecer. Utilizando una servilleta para no mancharme levanté uno por uno sus grasientos dedos Bratwurst, y así pude ver lo que tan poderosamente había llamado su atención. No era otra cosa que la fotografía de un platillo volante cruzando entre dos cables de alta tensión, falsa a todas luces, de hecho habría que ser un completo lelo o haber sido objeto de lobotomías para no ver que se trataba de un tapacubos arrojado al aire por algún malicioso trilero. Se podía adivinar incluso el logotipo de Simca en el centro geométrico del presunto hufo.

La tarada psique del bávaro mostrenco no demostraba ser de igual opinión. Temblábanle los mofletes de manera admirable, y dichos tremores se transmitían papada abajo con gran armonía. Lamenté no tener a mano un sismógrafo con el que registrar aquellas resonancias cárnicas, pero por poco tiempo, porque enseguida comprendí que tocaba escuchar lo que aquella morsa humana se empeñó en declamar de la siguiente manera:

-Hacía yo mi ronda a la salida del colegio, con mi gabardina y la habitual bolsa de caramelos, a ver si había suerte y alguna bella e inocente jovencita quería acompañarme a la Casa de Baños. No se me entienda mal: en dicho establecimiento cobran a euro la ducha con pastilla de jabón y toalla de papel incluidas, y no disponiendo yo mismo de capital alguno, he de embaucar a alguien para que me invite. Pues bien, las niñas de doce años han demostrado tener más corazón que el ciudadano medio. Además, a cambio les doy masajes genita…
-Un momento. Hasta ahí podíamos llegar.
-Es igual, tampoco hubo ocasión de pedófilos palpamientos. Porque fue como digo haciendo esta ronda a la caza de preteens cuando oí un extraño y ululante sonido sobre mi cabeza, tras lo cual fui cegado por una potente luz de colorines, de manera tal que lo siguiente que recuerdo es estar atado a una mesa...
-Bueno. Ya veo por donde vas, y me temo que no puedes seguir, a menos que hagas constar por escrito que no harás mención explícita o alusión que razonablemente se pueda considerar implícita a: penetraciones no consentidas, consumo o suministro de substancias estupefacientes, abuso de autoridad, desprecio hacia formas de vida inferiores…
-Lo de las sondas nada… El gas hipnótico tampoco… ¡Me quedo sin texto!
-Pues mejor, vamos acabando, que me quiero ir a comer.
-Va: me abducieron y estudiaron con malos modos y trato vejatorio, realizándome un estudio antropométrico tras el que concluyeron que la raza humana está gorda y es blanquita y rubicunda como los cerdos, y sin duda ha de dar muy ricas morcillas y jamones, una vez nos lleven a todos en camiones a las cochiqueras de su planeta.
-Así, sí.
-Bah.

martes, 29 de julio de 2008

Las Guerras Fórmicas

La jornada veraniega, que de intensiva no tiene nada, me permite pasar más tiempo del habitual en mi destartalado hogar, cochambrosa atalaya en la que echo las tardes tirado en la cama, doblegado el cuello en incómoda y perniciosa postura para poder videar toda suerte de penículas y mamarrachadas con las que paso el tiempo y las hojas de esta vida, libro de mal apuntalada prosa y endeble encuadernación. Hago repaso, por matar las horas ya digo, del deplorable catálogo que alberga la bodega de la nave hundiente. Y las mato, las horas, vaya que sí ¡pin, pan, pun! Como patos en una barraca de feria. No se puede fallar, pero tampoco hay premio.

Las hormigas han tenido a bien asediar mi destartalado hogar. Son finas y diminutas, tanto que no sé si son rojas o negras, motillas de polvo que caracolean sobre los cacharros sucios. Mi preciosa mugre, vilmente saqueada por este ejército de minúsculos insectos que se mueven como hirviendo, todos a una en armónico caos, cual si fueran un solo organismo gaseoso.

Las descubrí el otro día. Debían llevar ya un tiempo acechando, pues fue su asalto implacable, decidido, escrupulosamente planeado y ejecutado sin miramiento ninguno. La envidia de tanto general de salón que no hace más que jugar al Risk y bruñir sus inmerecidos galones. Ni vi venir las hostias, como debe ser, iba a hacerme el café y allí estaban, bien de mañana, sabiéndome desprevenido, pululando veloces sobre la tabla de cortar y la espumadera y otros cacharros con los que había cocinado la cena de la víspera. Patatas y huevos fritos con chorizo, manjar oleabundo donde los haiga, lo mejor para sudar una calurosa noche de verano. Pues bien, era el almidón, ese caldillo de la patata cruda, ya reseco, lo que habíalas atraído en gran número para hacer rapiña.

Naturalmente hube de defender mi preciado almidón de esta despiadada razzia. Primero probé a aplastallas con el dedo, el índice, si hay que concretar, pero era ésta tarea hercúlea, no tanto por requerir de una fuerza prodigiosa, sino porque a cada hormiga que espachurraba, aparecían dos de sus hermanas, cual si de monstruo hidra se tratare. Probé a hacer masacre sirviéndome de una servilleta de papel que hice burruño y con la que barrí sus filas endiosado cual furibundo King Kong, pero esta táctica demostró ser igualmente inútil, toda vez que con veloces quiebros y filigranas esquivaban mi apocalíptico azote.

No cejaban en su latrocinio empeño, y hacían gala de admirable valor y disciplina redoblando sus ataques y cargando con gruesas migajas y cascarillas refritas de vuelta al hormiguero. Viendo peligrar mis valiosas reservas de almidón, me vi forzado a hacer genocidio en contra de mi voluntad y mis principios. Empuñando el gatillo de un famoso flus flus desengrasante con aroma a limón, descargué sobre ellas una rociada de venenoso líquido. Sabía yo por experiencia que este producto escuece sobremanera en las humanas heridas, y suponía que no saldrían airosas de esta versión miniada del gas mostaza, pero no podía imaginar que el efecto sería tan devastador.

Su vertiginosa ebullición se congeló al punto, cual si hubiere tomado una foto del campo de batalla. Recubiertas por el nocivo líquido, las más quedaron paralizadas, y alguna que otra, haciendo gala de épica bravura y sin par hombría, aún agitaba sus mandíbulas en el aire, agonizando. Por respeto a su valentía guerrera las recogí rápidamente con una nueva servilleta de papel, la cual arrugué luego y tiré a la basura, húmeda de veneno y salpicada de cadáveres retorcidos, heroicos puntitos que con total desprecio para su vida habían querido saquear la cocina del guarro equivocado.

Naturalmente las que no cayeron bajo la ácida lluvia del flus flus batiéronse rapidamente en retirada, y quedé ya sobre aviso de sus intenciones. Me impuse guardias nocturnas de dos turnos de cuatro horas que habrían de cumplir mis respectivos hemisferios cerebrales, de modo que de madrugada mi brazo derecho le pasaba el flus flus al izquierdo. Digo flus flus y digo mal, pues existe una hermosa palabra para tal artefacto, de funestas resonancias además: nebulizador.

Con el nebulizador como digo bajo la almohada, me despierto sobresaltado a mitad de la noche, creyendo oír un masticar insectoso, centenares de patitas correteando, crepitar de antenas. Sin encender la luz, sudorosa la mano que empuña la química arma, me yergo sobre el colchón y muy lentamente pongo un pie sobre la moqueta.

Para mi mayor espanto, descubro que una avanzadilla de hormigas se ha internado en mi propio dormitorio y al verme huyen a todo correr, sabiéndose descubiertas, cargando con los restos desmenuzados de una madalena que dejé a medio comer en el desayuno y luego pisé, al volver del trabajo. En las tinieblas de la calurosa noche no las distingo, son sombras fugaces que se escabullen bajo el radiador.

Se han ido, pero ¿por dónde?

Creía que en su primer ataque habían entrado por la ventana de la cocina, pero no es así. La única explicación posible redobla la amenaza: corretean por el interior de los muros de mi destartalado hogar, aparecen y desaparecen por donde quieren como fantasmas, violando la sacrosanta intimidad de mi atalaya torre para robarse los restos de comida, caspa y piel muerta con los que abono la moqueta, y de paso cambiar de sitio mi ropa interior y pinzar furiosas mis condones, horadándolos con sus poderosas mandíbulas.

Sus asaltos a la cocina se repiten, y a duras penas logro repelerlos a golpes de nebulizador. Pero cada vez queda menos líquido en el depósito, lo agito junto a mi oído para oír el fatal chapoteo, débil y ligero. Ya no puedo dormir. En cualquier momento podrían saltarme encima. Adentrarse por mis fosas nasales, u otros orificios menos nobles pero igualmente velludos. Abrirse camino en mi pustulentas carnes, reblandecidas por el calor, corretearme por las venas, alcanzar mi cerebro y tomar de rehén a mi glándula pineal, ese señor barbudo que, según Érase una vez la vida gobierna nuestros actos.

Rehuso alimentarme o beber agua, por miedo a ingerir algún comando suicida camuflado.

Por si fuera poco, mi gata no hace nada por defenderme. Estoy solo en ésto. Desquiciado. En un estado de alerta perpetua. Temo que me hagan prisionero y me lleven al terráqueo interior de su hormiguero para devorarme lentamente, por ello he fabricado un fusil casero con una cañería, varios petardos unificados y una pesada canica de hierro. Sólo hay una bala, y es por supuesto inútil contra esta marabunta, pero su propósito no es defensivo. Confío en que, llegada la hora, sabré morir como un hombre.

Los minutos gotean eternos, desgajándose de la vaga y caldosa brisa nocturna que ofende mi cara, vapor reseco, olor a paja del descampado. Atento al silencio. En mi mano derecha el nebulizador, cuyo gatillo presiono levemente, haciendo palpitar una gota que brilla en su punta. Con la izquierda abrazo mi fusil casero, aplicando el frío y pesado hierro de la cañería en distintas partes de mi anatomía, intentando aplacar la estival calentura de mi carne. Empiezo a acusar la falta de sueño, este coma insomne que empapa mi cabeza, cada vez más pesada, desfalleciente. Los párpados, de plomo, acaban por rendirse.

Un brutal estruendo me devuelve a la vigilia. La ventana de mi dormitorio ha sido reventada, encaramada a ella, una hormiga gigantesca que emite rugidos estruendosos y bate fiera su pinza mandíbula. Sin duda la hormiga reina, y su ejército, nutridísimo, se extiende por las paredes como un aliento infernal que exhalara la enorme boca rota que es ahora mi ventana.

El nebulizador sólo sirve para escocer sus múltiples ojos e irritarla aún más. De una sola y brutal acometida lo muerde, me lo arrebata de las manos y lo raja, destripando su depósito plástico, ya casi vacío. Aferrado a mi rudimentario arcabuz, palpo nervioso la mesilla, en busca del mechero.
El dormitorio parece una caverna, ya no se ven las paredes ni los muebles, todo cubierto de hormigas por millares, enjambre palpitante que devora mi ficus sin piedad, en un suspiro, recubre el monitor del ordenador, hurga entre sus teclas, se descuelga del techo formando estalactitas vivientes.
Demonio de mechero del chino, da chispazos pero no sale llama alguna. La hormiga reina, pesada como un buey, ha penetrado ya en el cuarto del todo, cabeza, tórax y abdomen, se sube a la cama, gruñendo furiosa, muerde el colchón y arranca brutalmente un cacho, muelles y tela deshecha saltan por los aires. Me mira fijamente con su grueso cabezón de engendro, sopesando qué parte de mi anatomía destrozar. Abriendo su mandíbula se me acerca, ante mi cara esas pinzas aserradas, crustáceas, gruesas y afiladas, cuando por fin quiere prender el gas.
Con pulso tembloroso aplico la llama a la mecha del primitivo rifle, chisporrotea, se consume la cuerdecilla, pero tan lentamente... Las pinzas de la colosal hormiga me aprietan las sienes con fuerza y crueldad descomunales, perforan mi piel, mi cráneo amenaza resquebrajarse bajo ese grotesco cascanueces.

Por fin, la detonación. Abrasadora, ácida, humeante. Cegadora. La cabeza de la hormiga reina ha saltado en pedazos como una piñata, y con ellos cae también su desguazada mandíbula. La marabunta que ha invadido mi casa se detiene, congelada. Pero no estarán así mucho tiempo. Corro al baño, pisando la alfombra de insectos que cruje musgosa, agarro el bote de lejía, desenrosco el tapón, me lleno la boca del corrosivo líquido y escupo, nebulizando frente a la llama del mechero. Dragón de boca abrasada, logro por fin churruscar la masa hormiguera, que se retuerce, humea, chilla, y se bate, por fin, en maltrecha retirada.




El amanecer me encuentra yaciendo sobre la moqueta sembrada de insectos cadáveres que luego habré de barrer. Mis muebles, las paredes, todo chamuscado, cuando no roto, o en pie pero deshecho por dentro, merced al trabajo de millones de voraces y diminutas bocas. La mía, chamuscada, los labios corroídos, las pestañas y el pelo quemados, pequeños mordiscos por todo mi cuerpo, cada cual con su gotita de sangre. Respiro con dificultad el aire de la mañana, emponzoñado de este olor acre y nauseabundo que impregna mi humeante casa. Carraspeo y escupo, con gran dolor para mi lengua abrasada, un esputo que sabe a victoria.

martes, 22 de julio de 2008

Febril Verano de Escorbuto

Al llegar a casa una cerveza. En verano siempre es así. El anterior, lo mismo. Cuando venía de la beca, y ahora que vengo de este empleo de temporero. Con suerte, el año que viene me ascenderán a eunuco. Sólo pido que, si puede ser, sea en otra parte.

Hace bochorno fuego en la nave hundiente. En toda… No. El camarote del capitán se mantiene homeotermo día y noche, empapado de un denso frescor. Como de cripta. Allí se mantiene encerrado el comodoro timorato, en parte porque sus grisáceas y cenicientas carnes de molusco han empezado a acusar el calor, reblandeciéndose y amenazando hacer desprendimiento del hueso. Y en parte también porque nos tiene miedo. Se nos ha ido algo la olla, y estamos muy lejos de cualquier puerto civilizado. Aquí afuera, en cubierta, nos dedicamos a lo que nos viene en gana, y vamos descalzos todo el día a pesar de que en cubierta hay astillas, anzuelos y garfios oxidados.

Hay que decirlo bien claro: aquí no trabaja ni dios. Yo mismo paso el día husmeando en internet, donde abundan los bulos y rumores acerca del incierto futuro no ya del buque hundiente en que navego, sino de la flota entera de este infame pirata Cogesable, quien al parecer se encuentra enfangado en tempestuosas batallas contra no sé qué corsario que le ha salido ahora. Todos esos cañonazos, por suerte o por desgracia, quedan muy lejos. Ya no cabe duda de que a esta nave hundiente la han enviado a morir, a naufragar en este mar de calma chicha, teléfonos silentes y escorbuto. Sólo es cuestión de tiempo, un buen día el mar acabará de masticar este agujereado cascarón, sonará un crujido más alto que otro, haremos aguas ya del todo y nos hundiremos, cadáveres hinchados y azulencos, para que los cangrejos nos mordisqueen los dedos de los pies en el fondo del mar.

Nótese que hablo de “nos” al referirme al buque hundiente. Finalmente el síndrome de Estocolmo ha hecho presa en mí, y me veo ya uno más de la tripulación, otro memo sin remedio ni norte que se deja llevar, medio podridos ya el cerebro y la alma inmortal.

El cipote substituto de la mi jefa encontró hurgando entre los pergaminos que ésta dejara atrás lo que, según dice, es el mapa de un tesoro. Se rasca la calva barbuda y camina nervioso de proa a popa, como un preso en el patio de la cárcel, vocifera aferrado a la borda, retando al piélago obscuro y sudado de calima. Ha perdido ya el juicio del todo, no cabe duda, apenas duerme, pasa las noches haciendo cábalas y numerología con un fláccido compás y un oxidado sextante. No sabe que el mapa es material promocional de una película, y por ende falso, pero yo me abstengo de chafarle el equívoco para poder reírle la verdad a la cara en cuanto surja ocasión. La espera del momento propicio es dura.

Es evidente para todo el mundo que yo no tengo cometido ni razón de ser alguna en este mohoso paquebote, y tampoco es que haga nada, siquiera por disimularlo, por eso las miradas de los otros son arteras y de reojo, pero como ya digo no me importa gran cosa.

Me tumbo todo el día en cubierta, las manos sobre la panza, enmoheciendo al sol, sudando amarillo, y permanezco así toda la noche, en parte porque mi carne y la madera han compartido putrefacciones con adhesivo resultado, y en parte por pereza de moverme. A veces, entre la bruma, se ven las estrellas, cosa que en la ciudad no, y es que en esta civilización de mediocres hemos perdido el contacto diario tanto con la tierra como con las estrellas, afirmo. Y afirmando me quedo dormido, mecido por el crujir de las cuadernas, al arrullo del viscoso y lento chapoteo de las olas contra el casco que surca perezoso esta sopa marina, fangosa placenta trufada de tentáculos y algas podridas.

Me despierto con el sol ya alto en el cielo. Cegador, pero cortado por siluetas que van y vienen, sombras estroboscópicas que me revuelven sobremanera las entrañas. Un dedo me recorre el vientre, señalando un área determinada de mi anatomía. Sobre mí, ahora las veo, las caras de la veterana, el facha con pluma, su esclava, una mujer córvida de la que no había hablado, no sé cuántos son, pero me palpan las magras canillas, me meten sus asquerosos dedos en la boca para ver si alguna muela se me mueve, me tiran de la lengua, me aprietan los riñones. Están pensando qué parte de mí quedarse cuando la palme, carroñeros infames:

-Por antigüedad me corresponde elegir –establece el facha con pluma- así que me quedo con su hígado. Dentro de lo malo...
-Yo quiero la glándula pineal.
-El cerebro es mío, si no te importa. Apestaba a hierba cosa fina y además padecía severos aburrimientos. Sabroso cóctel ¿no es así?
-¿Cómo que "apestaba"? ¡Aún lo hago, señora!
-Yo quiero su miembro pene, para desecarlo, vaciarlo, horadar su extremo romo con alfileres y obtener un salero decorado en el que ponga “Recuerdo de Portugal”
-Bueno, al lío.

El facha con pluma saca un cuchillo de carnicero, que tiene más de hacha, en mi opinión, pero el caso es que aplica el fierro con saña, y al rato soy un bufé libre al que se unen gaviotas y algún que otro pez volador que salta olímpicamente la borda al olor de mi abundante sangrado y posterior despiece. No tener cuerpo, en contra de lo que pudiera parecer, es un gran inconveniente. Sin cerebro no hay gran cosa que uno pueda pergeñar para resolver la papeleta de constar únicamente de restos de cráneo y una incómoda columna vertebral revestida de jirones sanguinolentos. Lograr rodar siquiera un poco es toda una hazaña.

A mi alrededor, después del festín, los miembros de la tripulación yacen y eructan, frotándose la barriga con la mano y respirando con dificultad en la caldosa bruma nocturna. Algunos de ellos piensan ya en quién será el próximo, y el que lo es lo sabe y se caga en este puto nido de chacales, y reza porque el barco haga CRAC así, a lo grande, antes de que el hambre vaya acuciando. Sólo lamento no haberme reído del cipote substituto y su mapa cuando tuve ocasión. Sí. La vida es así. ¡Zas! En un chasquido se te va, y a tomar por culo todo. No puede uno confiarse.

miércoles, 16 de julio de 2008

Treinta monos chorongos

Así es. La treintañez me cogió en casa, por sorpresa y de resaca, con las canas ásperas y despeinadas. Y las manos callosas. La espalda, toda velluda. Achaques, venas y pelos retorcidos brotando de mis orejas, juguetones ¡riéndose de mí!. Toses. La voz grave, digna de camionero ucranio. En suma: un hombre, hecho y deshecho no sé cuántas veces ya. Adulto. Sin paliativos.

Llamó, digo, la treintañez, al timbre de abajo y qué estruendo del demonio, esa chicharra mecánica que tengo por telefonillo me perforaba el cerebro, putrefacto merced a la severa ingesta de güisquis que hice la víspera.

Güisquis con coca cola, sí. Hay que escribirlo así, porque whiskey suena digno y señorial. Nada más lejos de la sucia y chapoteante realidad. Sucio, el cerebro, enfermo. De celebrarlo, los treinta. Oigo como un zumbido. De fondo. Todo el rato.

El timbre de casa es aún peor. No es un sonido, es un impacto acústico, como aquel arma de ultrasonidos que pergeñara el bueno de Tornasol. Pero esta se oye, tú, un escopetazo que no se apaga hasta que sueltan el botón. Para cagarse.

Y cuando abro para cantarle las cuarenta a la treintañez, veo que no es ella sino un chino, que me trae la comida. Mi comida de cumpleaños: un menú Familia Feliz que luego engullo en el sofá, sudando el calzoncillo. Pero antes hay que regatear.

-No llevo más suelto…
-Falta dos euro.
-Es mi cumpleaños…
-¡Felicidades! Pero falta dos euro.

Esta raza milenaria nos lleva siglos de ventaja. Al final consigo pagar porque había mangado la víspera, cuando lo de los güisquis, unos eurillos de no sé qué colecta. Sí, lo sé, soy un miserable. Y estoy cansado de serlo, pienso “he de corregirme”. Parece que finalmente la treintañez logró descargarme su colleja en un descuido, obligándome a considerar qué es lo que hago con mi vida, si es que hago algo. Este intolerable arrebato de sobriedad y lucidez ha originado un pequeño debate en mi diminuto cráneo, por el que he intentado dilucidar el posible norte que tuviere mi existencia:

-No entiendo este mail, la pregunta es vaga, confusa. Hacer algo con la vida… ¿Qué es eso? Se refieren a lo que se hace cada día, imagino. Visto que no queda otra que pagarse el techo y la pitanza, supongo que el tiempo que se pasa uno en el currele lo hay que descontar, esa vida no cuenta…
-Yo de trabajo no hablo, salvo en forma de alegoría náutica.
-Pues si deducimos ese tiempo, más el que se emplea, mal que bien, en dormir, nos sale a declarar este monto de horas a la semana.
-¿Esta mierda?
-Es lo que hay.
-Pues es un insulto y la prueba irrefutable de que esta civilización se merece todo lo malo que le pase.
-No vamos a discutir ahora por eso. ¿Qué pongo entonces? Es que sigo sin entender la pregunta. ¿Cómo que qué hago con la vida? ¿Acaso se puede hacer algo?
-Nada serio, desde luego. Porque lo de enchuzarse uno hasta el vómito, o perder horas viendo bodrios audiovisuales, o con jueguecitos informáticos u otros ramplones simulacros y tristes substitutos como la pornografía, eso huele lo suyo…Es cierto que, puestos en situación, a todos estos espectros pasatiempos los podemos dar por enterrados junto al vigésimo nono año. Pero ¿qué nos queda? Porque el rollito éste de treintañero ¡Es infumable! Hay que decirlo bien claro: lo de la novia y los hijos no son proyectos serios. E insisto, el ocio no es más que una estafa. Todas las propuestas que la sociedad ofrece no son más que nichos fúnebres, ocupaciones erráticas y absorbentes que impiden al espíritu humano alzar el vuelo y trascender hacia el más elevado fin que le pueda convenir, a saber: el intenso fornicio.
-Las negras tienen el culo distinto, no sé si os habréis fijado. Se les caen hacia arriba, los jamones. Es la leche.
-Cállate, tú.
-¡Pero ni con ésas! Dormir acompañado… ¿Quién puede aguantar semejante lata? Otra persona, ahí, todo el rato, dando la vara…¿Y a qué más puede uno dedicarse?
-Uno pudiera darse a la bebida.
-Que te calles, te digo.
-A la bebida ya le damos, nos. Y a comer, que tampoco está mal. Cuando se hace bien, claro, porque de un tiempo a esta parte sólo nos alimentamos de entes plastificados, pollo de oferta que se pudre según lo cocinas, salchichas con queso a las que el fuego no hace mella, chistorras nauseabundas, garbanzos carbonizados en el fondo de una olla, aceite en las paredes, goteando del techo, grasas saturadas que al ser respiradas solidifican sobre mis alveolos pulmonares y crecen lentamente, coral untuoso que me infla las entrañas. Residuos por litros corriendo por mis venas, bullendo en mi interior, carne de pollo industrial, pálida, tumefacta, indigerible, los pedacitos tal cual, nadando a braza intestino abajo, intacto el código de barras.
-Se me ocurre… No sé si esto…
-¿Cómo ésto?
-Sí, hombre, ésto...
-¡Acabáramos! ¡Ya salió el artista! ¿Hablas de la mierda blogociénaga, este charco de ranas donde todo el mundo croa sin criterio ni objetivo? La masa hablándole a la masa ¡menudo plan! Burdo cotorreo, ensordecedor despropósito, apoteosis de futilidad, coito interrupto del alma, vertedero universal donde los enfermos del mundo desaguamos nuestras heces del espíritu. Todo eso no es más que una solemne pérdida de tiempo, un insulto a la épica y síntoma evidente de que en este país se trabaja poco y mal. ¿Puedes creer que hubo al menos un individuo que llegó a este bló buscando en gúguel En el mundo ¿cuántos monos chorongos quedan? ¿Es serio, ésto? ¿Puede creerse que sea nuestro fin en la vida? ¡Paparruchas!
-Bueno, entonces ponemos No hacemos nada, nos, con esta vida, defectuosa a todas luces. Pasar el rato, que ya es bastante. Ruego se abstengan de venir a joder con preguntitas en el futuro.
-Así, sí.
-Bueno. Le doy a "enviar".
-Dale.
-Pero, al final ¿cuántos monos chorongos quedan?
-¡Que te calles!

viernes, 4 de julio de 2008

Toma Geroma

Tuvo que ser en la misma gasolinera donde me prendiera fuego en erótico bonzo. Tuvo que ser ahí donde, al ir a pagar el navajazo en los higadillos que hoy día cuesta llenar el depósito de mi tullido carrucho, va y me dice la elementa dependienta que mi tarjeta crediticia ha caducado. Y lo miro y es verdad, y de pronto se rompe la magia y hácese patente la tramolla de este teatrucho infame, burda farsa de trilero por la que los bancos se quitan y ponen y arreglan cuentas consigo mismos sobre el papel, aferrando avariciosos mis cuartos y los de todos para no soltarlos jamás. Mi dinero plástico no vale un pimiento, y mira que siempre lo he dicho, que donde esté un buen lingote de oro o una ristra de morcillas de Burgos, no hay burbuja ni especulación que valga.

Y antes de que mi perpleja persona pueda montar el suicida pollo que la situación merece, me cogen entre varios gasolineros y la elementa dependienta se acerca a mí con un fierro al rojo incandescente con el que pretenden marcar en mi mejilla la palabra MOROSO. Me debato, pero sólo consigo patearle la cabeza a un mamotreto rumano tan maleducado como para resarcirse a puñetazos conmigo. El muy bobo cree haberme hecho saltar un par de dientes, pero la mayoría eran sólo palomitas, que a modo de empaste casero me había yo colocado con habilidad, en la intimidad del cuarto de baño, para suplir las piezas que ya perdiera a causa del escorbuto.

Los muy hideputas malandrines me aferran el cráneo con sus simiescas y velludas manos, y logran paralizarme mientras el fierro candente sisea y churrusca mi piel, echando a perder mi hermoso rostro.



Con modales sicilianos, me conminan a subsanar mi deuda en las siguientes 24 horas, y me dejan marchar. Eso sí: con el depósito de gasolina lleno, como quien dice por la patilla, la derecha en este caso, la que me han cauterizado malamente y a traición.

Llego a mi barrio de negros con el escozor y la inflamación que cabe suponer. Me palpo la ingle, en busca de mi testiculidad, y ahí está efectivamente el pelotudo par, pero como si no estuviera, me digo, pues últimamente me veo mangoneado por cualquiera, esclavo aborregado, cobarde ciudadano que pasea su humillada cerviz por las aceras.

Por ello, cuando levanto la vista y veo el destartalado rótulo del antro vudú que hay en la esquina de mi calle, pondero las diversas ofertas que se exhiben en el escaparate y finalmente me animo a entrar, convencido ya del todo por el mal de ojo que regalan con cada consulta esta semana.

Me atiende un achaparrado negro legañoso, quien escucha distraídamente mis ruegos y preguntas y, tras examinar mi diezmada dentadura y palparme varios ganglios, emite un diagnóstico que no podría ser más acertado:

La falta de una figura paterna digna de tal nombre, o su absentismo de facto, ha provocado el necrosamiento de mi glándula pineal, la cual ha dejado de producir adrenocromo. Dicha sustancia, como todo el mundo sabe, es el poderoso alucinógeno que a diario segrega nuestro organismo, merced al cual la actividad perceptiva y cognitiva se disocian, haciéndose así posible el pensamiento abstracto y por ende la enajenada consciencia humana. En resumidas cuentas: que soy un borrego adocenado con horchata en lugar de sangre.

Relata burócrata el negro legañudo que esta patología es habitual cuando se alcanza mi provecta condición de treintañoso. En mi caso, dicha dolencia viene agudizada al verse mi destartalado hogar privado de artefacto televisor, esfínter excretor de ruidosos y atropellados ilusionismos, diseñados con el único fin de paliar o distraer el aburrimiento, carencia endémica de la vida cotidiana, de natural parca en disparos, persecuciones u otras escenas de acción.

Si todavía, continúa el adusto negro legañoso, tuviera algún jefe o padre tirano, serían sus estacazos y vituperios los que movieran mi vida, pero si a mi abulia congénita le sumamos la falta de distracciones y la ausencia de cualquier forma de autoridad, es comprensible que mi ridícula existencia se calcine y deshaga como ceniza. Sin embargo, se trata de un problema de fácil solución, según el mago, quien se ve capaz de preparar un brebaje que me devolverá el varonil espíritu, ese brioso relinchar que caracterizare mi vida en el pasado.

Ante mis ojos veo desfilar pócimas y frascuelos que vierte en una pequeña y abollada perola renegrida sobre el camping gaz que la hace hervir. Cuando el líquido emplasto comienza a adquirir consistencia, el oráculo chamán arroja en su interior diversas reliquias que va recolectando de estantes y aparadores.

De entre ellas puedo recordar el ojo derecho de John Wayne, conservado en salmuera; así como el bigote que Pat Morita luciera en sus interpretaciones del Señor Millagui. También incluyó un pelo negro y retorcido que, según afirma, perteneció a Mister T; y una expectoración que una vez saliera del gaznate de Humprey Bogart y que hubo de raspar de una servilleta de bar. Descolgó de un clavo en la pared una pata de gallo de Charles Bronson para añadirla también al mejunje, para poco después hacer lo propio con las llaves del coche de Hemingway y una muestra de heces de Hunter S. Thompson, bastante líquida, como me permití observar. Tuvo a bien aderezar el conjunto con un chorrín de una mohosa botella que Charles Bukowski olvidara en una fiesta largos años atrás, y remató el guiso con una pestaña de Benny Hill. Lo realmente efectivo, me dijo, era usar los mofletes, pero al parecer se le habían acabado y habría que conformarse.

Cuando de un larguísimo y nauseabundo trago engullí el contenido de la perola aún caliente, no noté gran diferencia. Pero luego, al reclamar el mal de ojo de regalo que venía de oferta, el tipo negro y legañoso me dio largas y un vale. Entonces sí: mi ceja izquierda se arqueó y fulminéle con la mirada, al tiempo que comprendía que tal vez aquellos arcanos sortilegios iban a surtir efecto.

Pletórico de gratitud, le crucé la cara y me negué a marcharme sin al menos un muñequito del jefe que alfiletear por las noches, antes de acostarme.

Al día siguiente fui derecho a saldar mi deuda, pero para mi absoluto desconcierto, al ir a pagar con mi flamante tarjeta nueva, el encargado de la gasolinera hubo de confesar azorado que llevaban toda la tarde con las líneas telefónicas fuera de servicio, y que por tanto le era imposible cobrarme lo que les adeudaba. A duras penas contuve la hideputa sonrisilla, pues si la víspera era mi dinero plástico el que no valía ni para ponerse rayas, hoy su sistema de cobro electrónico, monedero imaginario, les dejaba con el culo al aire. De pronto me veía envuelto en una aureola de respetabilidad que no por falsa era menos eficiente. Esperé durante largos minutos, henchido de soberbia y respaldado por una larga cola de miradas fulminantes e impacientes carraspeos, mientras este caballero intentaba en vano pasar la tarjeta una vez, y otra. Tú dirás, le conminé chulesco, y acabé por irme sin pagar y con la cabeza bien alta.

Jamás me ha sido dado contemplar semejante apoteosis de justicia poética, y dudo mucho que me vea envuelto en el futuro en un nuevo toma geroma tan simétrico, perfecto e inverosímil. Pero así fue como ocurrió, y al que ose negarlo lo desuello vivo.

martes, 1 de julio de 2008

Otro Mierdoso Lunes

El calor pudre esta nave hundiente, que cada vez está más llena de agua, pero no acaba de naufragar del todo. La furcia de mi jefa se fue en el primer balandro con el que nos cruzamos, y quedo yo, galeote a las órdenes de su cipote substituto, que se retuerce y salta sobre cubierta, pez completamente. Si por lo menos no hiciera tanto calor y no estuviera yo mismo bien jodido, podría hasta reírme de él. En este buque agujereado apenas hay un hueco o dos donde echarse a la sombra, a deshacerse, costrosa la piel y los labios por la continua paliza solar y la deshidratación. No cabe sino yacer sobre la mohosa cubierta y resollar este aire caldoso y salado, y hurgarse con la lengua entre los dientes, para ya casi ni alarmarse al sentir cuántos de ellos bailan en la encía, por culpa del escorbuto.

El comodoro timorato sí tiene sombrilla y pai pai y un esclavo indígena que le abanica, y me sonríe imbécil mordiendo un melocotón mientras cree hacerme creer que si me porto bien perdonará mi condena a muerte y me obsequiará con un par de grilletes de remero, ahora que necesita fuerza motriz, y es que la calma es chicha y el aire remolonea fofo, incapaz de hinchar ni siquiera levemente las rezurcidas y astrosas velas de esta puta nave hundiente, perfecto barco fantasma si no fuera por el penetrante hedor a carne humana viva y a la vez pudriente, agusanada.

La tediosa faena se multiplica, en parte a causa del gran calor, que corrompe películas y enmohece latas, cuando no abre vías de agua en la reblandecida madera. Hay además una especie de mosca tsé-tsé que trajimos entre la carga, y que tiene a bien poner huevos en lugares harto incómodos de la humana anatomía. Flaquean las fuerzas y el seso, faltan brazos, y por lo que me toca, se paga también la inexperiencia y catetez del cipote substituto. Y mi desgana, no hay que olvidarlo.

¿Cómo ha sido que me han atrapado? ¿Cuándo me enrolé? Ya no me acuerdo. Pero no sé cómo soy ya casi uno de ellos. Aunque sólo sea porque han muerto unos cuantos en el camino, y otros, como la mi jefa, se han largado con viento fresco. Y ya sólo quedamos un puñado de orates descerebrados que cada día que pasa piensan al menos una vez si no merecerá la pena quemar la nave con todos dentro.

Hay una especie de sentimiento de trinchera en este ataúd que flota sin rumbo, fláccidas las velas, crucificadas. Se da una especie de amistad hueca, masturbatoria, por engañar la soledad un rato más que nada. Por lo menos por mi parte. Por la de los demás, ya he dicho que son gentuza y no saben tramar nada bueno.

El facha con pluma se emborracha cuanto quiere, y hay que aguantar sus latosas peroratas y batallitas. Es el más veterano, junto con otra bribona filibustera que anda continuamente enredando, de sierpe la risa. Ambos me han cogido vicio, no sé cómo si no llamarlo, pero por las noches, cuando debería aflojar el calor pero no, se emborrachan a mi lado y me cuentan toda suerte de plomizas anécdotas.

Como cuando el facha con pluma hizo el servicio militar en no sé qué destacamento africano, que si una vez le tocó estar una noche entera de guardia, vigilando un escalón que estaba arrestado por uno de los mandos, que en él habíase tropezado. Que si el origen de la superstición, para mí desconocida, por la que trae mala suerte dar fuego a tres pitillos seguidos. Porque si se hacía de noche y en la trinchera, con el primer chasquido del mechero el enemigo te veía, con el segundo apuntaba, y al tercero disparaba.

Pero luego en la guerra no había estado, el veterano. No por ello se cree menos legitimado para dar órdenes a todo quisque, visto que el comodoro timorato pasa de todo y se limita a morder melocotones y beber margaritas bajo su sombrilla, pellizcándole el trasero al esclavo indígena que le abanica. Y vocifera, el facha con pluma, se enfurece cuando hablan de mí y de mi condena a muerte, berrea que no va a consentir tal injusticia, que por mí se quema los huevos, pero cuando quiero hablar me dice tú te callas, coño.

Y luego, al día siguiente, no se acuerda de nada y hace planes para sus vacaciones, mientras yo oteo el horizonte a ver si, aunque sea a lo lejos, avisto un islote descampado donde por fin me abandonen a mi suerte y les pierda de vista a todos.

Incluso a la becaria, esclava indígena que capturaron en un archipiélago hace ya tiempo, y que había permanecido a la sombra, encadenada en no sé qué rincón de la bodega. Por eso tiene la piel tan blanca, aunque me temo que no tardará mucho el sol en resquebrajar sus carnes y estropajearle el pelo. Y con esos ojos tan azules, como cubitos de hielo, se va a quedar ciega en menos de un mes, me juego el miembro. Y eso que, debido al gran calor, lo tengo fláccido e inapetente. Aunque de vez en cuando le vienen espasmos y redivive, y me descubro admirando el torso glorioso de esta becaria esclava indígena, su pelo teñido de rojo, sus tetas redondas, imponentes en lo alto de ese cuerpo inacabable, inabarcable, que mi mirada no hace sino lamerla de arriba abajo mientras friega la cubierta. Tiene un poco cara de batracio, los labios gruesos y los ojos saltones, como en la escena final de desafío total. Pero está buena, me digo mientras me finjo amistoso con ella, sin darme siquiera cuenta de que soy, de la cabeza a los pies, un mugriento cerdo más, uno de ellos.

(Y sólo por 35 $ de cuota anual, que al cambio no llega ni a los veinte euros)