jueves, 26 de agosto de 2010
lunes, 23 de agosto de 2010
Dos sueños
Primero, una entrevista de trabajo en la sede de aquel grupo mediático donde ya estuviera empleado un cierto tiempo. En el sueño es distinto, claro, es también un enorme edificio de oficinas, pero más amplio y luminoso, con multitud de rampas y escaleras que conectan las diferentes plantas entre sí. Llevo puesto mi traje, mi único traje, uno gris oscuro que en la vida real ha de servirme tanto para bodas como para entierros. La entrevista ha ido bien, parece que hay suerte, parece que me cogen, pero no me voy después, no sé por qué me quedo por allí. Es una mala idea porque al rato aparece la jefa, sé que es la jefa aunque sea una desconocida, y me comunica que no estoy cualificado para el puesto, me han investigado y han descubierto que no tengo titulación suficiente. Perplejo por este cambio de opinión intento rebatir su idea, aduzco mis años de experiencia en puestos parecidos, sostengo los papeles, hay siempre muchos papeles involucrados, pero por primera vez (o así me lo parece) me fijo en el puesto: celador a cargo de las sujeciones.
En el otro sueño estoy de juerga por la calle y me encuentro con uno de esos elementos que no pueden significar nada para otras personas pero que intentaré describir: está buenísima, sigue siendo esa morena delicada de piel blanca, pequeños ojos negros y boca carnosa, parece más joven incluso. Hay una química brutal mientras hablamos, apenas nos hemos visto se ha encendido un fuego en nuestro bajo vientre del que ambos somos del todo conscientes; sin embargo, tal vez para acrecentar y saborear ese incendio, mantenemos las formas. La charla es insulsa y directa al mismo tiempo, enseguida se ofrece a darme sus datos de contacto, y la frialdad de estas palabras no hace ninguna justicia a todo lo que late subterráneo, ambos sabemos que esos datos de contacto son el primer paso de un proceso que inexorablemente se consumará en forma de sexo salvaje y lleno de ladridos. Mira su móvil y yo apunto en el mío lo que me va diciendo, sus datos de contacto, secuencias de tres o cuatro letras sin ningún sentido: C M Q R. M F E.
miércoles, 18 de agosto de 2010
Alarde estadístico
martes, 17 de agosto de 2010
Una tragedia romántica
viernes, 13 de agosto de 2010
El penal
Tardé un tiempo en aprender que allí nadie bebía agua, por las infecciones, que si tenías sed le pegabas un buche al botijo de licor de patata que cultivaban en la sala de calderas. Ya el primer día me obligaron a salir al patio, pero todavía era incapaz de ver lo que había a mi alrededor, así que me senté en una repisa y me palpé las manos con mucho cuidado, asegurándome de tener todos los dedos en su lugar. Seguían allí, seguía entero. Seguía siendo yo.
A mi lado, dos o tres reclusos estaban haciendo pesas o algo, se aconsejaban entre sí acerca del modo en que llevaban a cabo sus ejercicios, uno de ellos dijo que el otro tenía las costillas atascadas, y se puso a chuparlas, chupó cada una de sus costillas hueso por hueso, como en una barbacoa, desengrasándole para mayor alivio de este que se ejercitaba. Por el sonido de sus voces y sus movimientos pude deducir que eran tipos rocosos, de cabeza afeitada, tatuados, cubierta la piel con pedazos de azulejo, como un mosaico, y con escarabajos vivos engarzados en la carne, a modo de ornamento.
Cuando poco a poco fui recobrando la vista pude ver que sus artefactos gimnásticos eran obras de ingeniería rudimentarias pero ciertamente enrevesadas. En una de ellas un tipo tumbado boca arriba pedaleaba para accionar un serrucho que iba cortando tramos de un tronco, de forma que los tocones iban apilándose sobre sus manos, y así las flexiones que hacía con los brazos le costaban cada vez más. Otra máquina consistía en un juego de cadenas: con el brazo derecho se tiraba de un extremo que, poleas mediante, era tirado a su vez por un pedal que empujaba con la pierna izquierda en sentido contrario. Naturalmente, si se hacía bien, el cuerpo no se movía en absoluto, pero se ejercitaba intensamente.
En fin, toda clase de ingenios estúpidos. Había un montón de gente allí, y todos tenían este físico y actitud de buey de carga, a la larga no podían evitar medir sus fuerzas, embestirse y chocar las cornamentas en combates cuerpo a cuerpo. Ví muchas peleas brutales, peleas de sombras, sobre todo, en las que los dos púgiles mantenían una distancia de varios metros, siempre de manera que las sombras que proyectaban en el muro estuvieran cara a cara. Para que el combate fuera igualado, los púgiles eran de distinto tamaño, y el menor se situaba más cerca del foco. Estas peleas eran a muerte, y numerosas sombras fallecieron o entraron en coma, dejando a su dueño huérfano y traslúcido. Para que nadie hiciera trampas acercándose súbitamente al foco y aumentando así el tamaño de su sombra, los púgiles combatían sobre unas barras de equilibrio perpendiculares al haz de luz, y separadas entre sí cuanto fuera necesario para que ambas sombras fueran siempre del mismo tamaño.
Había trabajos forzados en el penal, a fin de mantener ocupados a los reclusos y evitar que pasaran el día matándose las sombras entre sí. Básicamente estos trabajos consistían en trasladar las diferentes alas del penal de un sitio a otro, ladrillo a ladrillo, de modo que la prisión iba cambiando de forma con el paso de los meses. Nunca crecía, no había más material de construcción que el que ya formaba parte del edificio, así que sólo se podía disponerlo de una forma distinta y cambiante.
La biblioteca, por ejemplo, donde me pusieron a trabajar mis primeros siete años, se ha llevado varias veces de la azotea al sótano, y se la ha hecho rotar alrededor del centro, siguiendo uno por uno todos los puntos cardinales. A su vez, todos los libros se ordenaban periódicamente por autor, título, fecha de publicación, género, o agrupándose las primeras páginas de cada libro en una estantería, en otra las segundas, etc. El caso es mantener siempre el movimiento, o mejor dicho, la permutación de los mismo elementos. Se supone que el alcaide sigue un plan, que utiliza la prisión entera para escribir una secuencia muy larga de caracteres, pero que se sepa este plan no ha dado nunca frutos.
También pasé una temporada en la cocina, donde se han aplicado principios parecidos. Se ha cocido una olla llena de perolas, platos, vasos y cubiertos, sobre una montaña de garbanzos ardiendo. Se han guisado sartenes y fabricado hornos rudimentarios en el interior de un cochino destripado. Se han fregado, aclarado y secado filetes para su posterior consumo. Se ha frito el excremento producido tras la ingesta de verduras crudas, para ser arrojado después al inodoro. Se han hecho guisos en retretes, vertiendo los ingredientes en la taza para después guardar en el congelador los excrementos resultantes de su ingesta. Se ha logrado rellenar verduras con pollos enteros, para Navidad se logró una vez freír setenta y dos huevos en un único huevo frito de setenta y dos yemas, también se han hecho sopas de un solo y larguísimo fideo, plagado de burbujas de caldo, y se ha conseguido dar de comer a todo el penal con un solo spaghetto de mil trescientos veintitrés metros de longitud. En fin, se han hecho muchas cosas.
Pero no todo es alegría en el penal. La falta de mujeres, pero sobre todo el aburrimiento, ha forzado a los hombres a llevar sus experimentos al extremo. Sí, se recurre a la homosexualidad. Y sí, los elementos situados en lo alto de la jerarquía abusan de cualquiera que les apetezca. Especialmente de los novatos.
La primera noche, por ejemplo, me llevaron ante un individuo bastante bien situado en el escalafón del penal, el cual pretendió obligarme a practicar la felación, junto con otros tres infelices también recién llegados. Habrían de ser cuatro los sometidos, ya que el abusador hacía tiempo que se había cortado el miembro en doble sección longitudinal, de modo que exhibía impúdico un otrora pene que ahora parecía más bien una estrella de mar de cuatro puntas. Como me contó detalladamente, había cauterizado los lados internos, y el esperma le brotaba directamente de la raíz, como una supuración, al no tener ya cañón alguno que le diera a su iaculatio dirección en la que proyectarse.
Pretendía este sujeto ser felado por cuatro individuos al mismo tiempo, y así hubiera sido, de no haber hecho yo farragoso nudo con estos cuatro extremos. Así fue como me gané el odio mortal de este individuo y su pequeña claque, a la vez que el respeto de los demás reclusos.
Durante los primeros cinco años esta banda anduvo jodiéndome en mayor o menor grado, pero logré deshacerme de ellos con el tiempo, y ahora nadie me molesta demasiado. No recuerdo muy bien cuánta condena me queda, y lo cierto es que, aunque me repugne confesarlo, ya me he acostumbrado a esta mierda, y me molestaría mucho tener que irme de aquí, tener que salir a la calle y buscar trabajo y todo eso.
jueves, 5 de agosto de 2010
Fábula.
Wilson Reynaldo Pacheco se miró en el espejo y se dio lástima, es por ello que apartó pronto la vista y procedió a extraer el cepillo y la pasta de dientes de la pequeña bolsa de aseo que cotidianamente llevaba al trabajo. Con la uña raspó un pequeño resto de pasta reseca que se había acumulado en el mango del cepillo, porque Wilson Reynaldo Pacheco no soportaba las manchas que dejaba la pasta de dientes. Siendo un emplasto de propósito higiénico, le resultaba harto irritante encontrar que, tras haberse lavado y enjuagado la boca, al evaporarse el agua revelábanse como por ensalmo unas costras blancas en las comisuras de los labios.Fragmento de una novelucha que escribí hace tiempo en un cuaderno de piel que me regalaron. No hay ninguna trama, este dinosaurio por ejemplo deja de ser mencionado enseguida, el único método que seguí fue escribir un capítulo del tirón cada vez que llegaba a casa borracho, saliera lo que saliera. No sé si leerlo tiene mucha gracia pero escribirlo sí fue divertido, además que el cuaderno era todo de piel gorda y blanda, y había que escribir con un punzón, y dedales en todos los dedos porque como ya digo iba borracho y se me iba la mano muchas veces.
Tras haberse esmerado en su limpieza bucal, procedió a enjuagar el cepillo, cerciorándose de dejarlo libre de cualquier resto calcáreo. Sin embargo cuando fue a echar mano del líquido de hacer gargarismos, encontró la botella vacía. Maldiciendo, salió del cuarto de baño, pasó por delante de la máquina de café, bajó las escaleras y entró en el Departamento donde López hacía pajaritas de papel.
-¡López! ¿Has vuelto a beberte mi elixir para hacer gargarismos?
López se extrajo una mucosidad de la fosa nasal derecha, amasóla en forma de pelotilla e hizo de su anular certera catapulta con la que atacó a Wilson Reynaldo Pacheco.
-¡Sí! – le espetó - ¡Me he bebido tu elixir de gargarismos, y también el linimento para la tos y el alcohol que desperdicias dándote friegas! ¡Mamarracho!
Lívido de rabia, Wilson Pacheco sólo supo dar media vuelta y volver al cuarto de baño.
-Nadie me respeta… Yo ni siquiera debería estar aquí… No me merezco este destino, no me merezco estar a las órdenes de López… Pero hacen lo que quieren de mí, me envían a los agujeros más sucios, a hacer las tareas que nadie quiere, todo y sólo porque soy un dinosaurio.
Daba vueltas tembloroso, retorciéndose los dedos, mesándose el rostro, y en uno de estos sobamientos cayó en la cuenta de que las manos le olían raro. Era un olor fuerte, pero irreconocible a la vez que familiar.
Siendo como era de natural pulcro, que siempre lavábase hasta dejar en carne viva, expuesta indefensa la epidermis al ataque de agentes patógenos, virus, bacterias, ácaros y alergias; procedió a lavarse obseso las manos. No hubo empero manera de quitar aquel olor, siquiera de camuflarlo.
Detúvose a pensar Wilson Reynaldo Pacheco cuál podría haber sido la causa de aquel intenso aroma, que a ratos recordábale al olor a cuero y betún de unos zapatos, a ratos a amoniaco, a ratos a las manos callosas y sudadas de su anciano padre, y a ratos a ajo.
Ajo, repitió, creyendo haber encontrado un cabo que atar. Si acaso hubiere cocinado, sería natural que en el proceso culinario hubiese manipulado alimentos y substancias de fuerte olor, que habría quedado impregnado así en sus manos. Cayó pronto en la cuenta de que tal no era posible, puesto que hacía ya semanas, si no meses, que no comía más que los pálidos y tumefactos sandwiches envasados que expendía la máquina del pasillo. Y tenía por norma no cenar y desoír así cada noche los rugidos que emitían sus tripas, convencido de que esta espartana costumbre era harto beneficiosa y espiritualmente edificante.